Es medianoche pasada. En una cama duerme Muschi, una gatita negra como el azabache, entre blanquísimos almohadones de encaje. Como suelen hacerlos niños pequeños, Muschi duerme con la boquita abierta. Ha puesto una de sus patas bajo la cabeza, mientras la otra cuelga del borde de la cama. Son dos patitas preciosas. En la habitación reina un silencio mágico, y un aroma peculiar emana de ella, parecido al que saldría de una cocina para niños en la que estuvieran horneando algo muy dulce y sabroso. También sale un olor principesco que se expande por la platea. Sobre una mesita de noche arde una luz minúscula, parecida a una flor de cerezo, que difunde un resplandor suave y rojizo en dirección a la cama. Muschi está soñando, uno lo advierte porque a ratos contrae la patita y parpadea ligeramente. Las ventanas del dormitorio están enmarcadas por cortinajes de encantadora pulcritud, densos como la nieve. Lo cual también tiene algo decididamente infantil y florido. Mesa, cómoda, sillón y armario han sido distribuidos agradablemente y con total naturalidad en el espacio. La ropa de Muschi descansa en una silla, junto a la durmiente.
De pronto se abre una de las cortinas, y un ladrón, es decir un gran gato disfrazado de capitán de bandoleros, salta sin hacer ruido y, mirando con cuidado a todos lados, se desliza dentro por la ventana. Lleva puestas unas botas de montar, un alto sombrero terminado en punta, y armas al cinto. Su barba y sus salvajes ojos son terribles, y sus movimientos son, realmente, los de un facineroso consumado. Se acerca a la cama, coge por el copete a la pequeña y desprevenida Muschi, la saca de los almohadones, la envuelve en un trapo y mete luego aquella cosa que se revuelve y quiere gritar y no puede, en un gran saco especialmente preparado para ella. Sonrisa y ronroneo de satisfacción. La orquesta toca una melodía ora quejumbrosa, ora suave y picarescamente triunfal. Dentro, en el otro cuarto, una voz empieza a llamar: ¡Muschi! ¡Muschi! Parece un canto muy arrastrado. Con canallesca destreza gira el ladrón sobre sus tacones y salta por la ventana. Un momento después se abre una puerta y entra el ama de Muschi, envuelta en un holgado camisón. Una especie de Hedwig Wangel[1] en versión gatuna. Se queda de una pieza y quiere maullar. Pero ya es una gata de cierta edad y el terror le ha paralizado las extremidades y la voz. Cae desvanecida mientras gesticula penosamente. Luego se recupera y abandona la habitación lanzando unos maullidos que, a decir verdad, más parecen gritos humanos.
Paisaje fluvial con torre
En la torre, arriba de todo, arde una luz. Ha anochecido y brama un viento tempestuoso. Sale a escena el ama con un paraguas bajo el brazo. Tras dar unos cuantos pasos hacia el público, se detiene, exhausta, al parecer, por el largo peregrinaje, saca del bolsillo de su vestido un pañuelo con puntitos rojos e inicia un conmovedor sollozo de varios minutos de duración. Entre otras cosas se suena la nariz achatada de gata, como suelen hacer las ancianas que lloran. Abandonó su casa para buscar a la raptada Muschi, y ya lleva diez largos años buscándola. Ya habla diez idiomas diferentes, porque ha viajado por diez países extranjeros. En casa está la distinguida mamá de Muschi y no come ni bebe casi nada, pues no logra acostumbrarse al dolor de haber perdido a su única hija. Y el ama, sin hacer mohín alguno ni decir palabras superfluas, se pone sus burdos zapatos de caminante y echa a andar sobre sus viejas piernas hasta aquella horrible torre. Va gritando por todas partes: ¡Muschita, Muschita! A veces, impulsada por su angustia, grita: «¡Muschinita! ¡Muschiminita!», y otras palabrejas tiernas y disparatadas, mas nunca obtiene respuesta. Durante el viaje, ociosos viudos han pedido varias veces la mano del ama en los albergues, pero ella hubiera preferido aceptar una bofetada antes que esas propuestas de matrimonio tan sórdidas, que sólo servían para distraerla de la gran tarea agridulce de su vida; buscar a su Muschinita. Esta tristeza suya queda elocuentemente expresada en su forma de tenerse en pie; pero ahora se vuelve hacia la torre y divisa la lucecilla en lo alto. Algo la impulsa entonces a lanzar un potente maullido que suena como si le preguntase algo a la luz. Ésta se limita a parpadear muy levemente, como no podía ser de otro modo tratándose de semejante luz. «¿Está Muschi allá arriba?», pregunta el ama. Ninguna respuesta. «Dime, querida lucecita, ¿sabes dónde está Muschi?». Ninguna respuesta. «¡Vaya descaro, no responder ni siquiera a un ama de buena familia! ¿De modo que nada?». Ninguna respuesta. El ama se aleja de la torre. La tempestad apaga la insolente y desalmada lucecita.
Nubes que pasan sobre el escenario. Esto puede valer como imagen de la más absoluta de las soledades. El ama rompe a llorar y se dispone a continuar su camino. Levanta un extremo de su falda y se seca los ojos con ella.
Un teatro de variedades
¿De modo que allí ha ido a parar la Muschi? Fue vendida a un agente del teatro de variedades. Veamos a ver. En efecto, allí está en el escenario, con una lamentable faldita de lentejuelas, unos zapatos de tacón alto y puntiagudo, y medias de un rojo chillón, visibles hasta más arriba de las rodillas, y tiene que bailar para ganarse el pan. Se ha vuelto preciosa entretanto, se nota a primera vista, y además es el mejor número de todo el programa. Tiene en sí algo distinguido, cierta altivez que sólo puede provenir del linaje. Los gatos espectadores son individuos de aspecto totalmente plebeyo, con hocicos gruesos y modales bastante asquerosos. Con las patas delanteras bajan de golpe las tapas de sus jarras de cerveza y se alegran de la abúlica intrascendencia de sus gestos. Vapores mefíticos recorren el local, atendido por camareras que intentan sacar siempre el máximo provecho. Muschi está bailando, y en cuanto acaba su baile se sienta con otras bailarinas en un banco forrado de terciopelo, para dejarse admirar y celebrar tranquilamente. Mantiene su cabecita gacha, como perdida en largos y melancólicos pensamientos, mientras sus patas juguetean con los crujientes encajes de su faldita de baile. ¡Qué grandes, tristes y hermosos son sus ojos cuando los levanta! Un par de ojazos amarillos. No hay que olvidar nunca que, después de todo, son ojos de gato, aunque de la más fina y noble calidad. Un pesar inextinguible parece arder allí dentro unido a un recuerdo inextinguible. De pronto ¡puah!, desde abajo un tipo quiere aferrarle la pierna, realmente apetitosa, con sus puercas manotas. Ella le lanza un violento taconazo en pleno hocico con una de sus afiladas botas y el sinvergüenza echa a correr maullando para denunciarla ante el patrón del establecimiento. Por desgracia se trata de un íntimo amigo de éste, que se abalanza sobre Muschi y la abofetea, haciéndole saltar las lágrimas. Las camareras, deseosas de halagar al huésped, dicen que tiene razón, que esa pavita orgullosa se merecía un buen coscorrón en el morro. Muschi llora y debe bailar llorando, pero baila tan dolorosamente bien que, obedeciendo algún presentimiento, ni los más lúbricos de aquellos granujas se permiten seguirla importunando. El húmedo brillo de los ojazos de Muschi los ha intimidado muchísimo. Los gatos aúllan ¡bravo!, palmean con sus patas y lamen la cerveza derramada en las mesas. El patrón, un animalote gordo e incorregible, pone una cara importante e infinitamente divertida.
En Historias
Traducción: Juan José del Solar
Traducción: Juan José del Solar
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