3/21/2016

OTRO ENIGMA SURREALISTA.

Walter Benjamin - El surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea 

Walter-Benjamin
Las corrientes espirituales pueden alcanzar una pendiente suficientemente agudizada para que el crítico edifique en ellas su central de fuerza. Esa pendiente es la que produce en cuanto al surrealismo la diferencia de nivel entre Francia y Alemania. Lo que surgió en Francia en el año 1919 en el círculo de algunos literatos (nombraremos en seguida los nombres más importantes: André Breton, Louis Aragon, Philippe Soupault, Robert Desnos, Paul Eluard), puede que no sea más que un delgado arroyuelo alimentado por el húmedo aburrimiento de la Europa de la postguerra y por los últimos canales de la decadencia francesa. Los sabelotodo, que todavía hoy no han ido más allá de los "auténticos orígenes" del movimiento y que nada saben decir de él sino que una vez más se trata de una camarilla de literatos mixtificadores de la honorable vida pública, son algo así como una reunión de expertos que, junto a la fuente, llegan, tras reflexionar maduramente, a la convicción de que el pequeño arroyuelo jamás impulsará turbinas.
El meditador alemán no está junto a la fuente. Y ésa es su suerte. Está en el valle. Y puede calcular las energías del movimiento. En cuanto alemán, está hace ya tiempo familiarizado con la crisis de la inteligencia, o dicho más exactamente, con la del concepto humanista de la libertad. Sabe además qué libertad frenética se ha despertado por salir del estadio de las eternas discusiones y llegar a cualquier precio a una decisión. Ha tenido también que experimentar en su propia carne una posición sumamente expuesta entre la fronda anarquista y la disciplina revolucionaria. Por todo ello no merece excusa, si tuviera al movimiento, en una primera apariencia superficialísima, por "artístico", "poético". Si lo fue en los comienzos, también Breton explicó entonces su voluntad de romper con una praxis que expone al público las sedimentaciones literarias de una determinada forma de existencia, ocultándole en cambio esa forma de existencia. Lo cual significa, formulado más breve y dialécticamente: se ha hecho saltar desde dentro el ámbito de la creación literaria en cuanto que un círculo de hombres en estrecha unión ha empujado la "vida literaria" hasta los límites extremos de lo posible. Y se les puede creer literalmente, cuando afirman que la Saison en enfer de Rimbaud no tiene ya para ellos ningún misterio. Puesto que de hecho es ese libro el primer documento del movimiento. (De los últimos tiempos. En cuanto a predecesores más antiguos hablaremos luego.) ¿Se puede expresar el caso de que se trata más definitivamente, con mayor brillantez que la de Rimbaud en el ejemplar que manejaba del libro citado? Donde dice: "sobre la seda de los mares y de las flores árticas", escribe más tarde en el margen: "No existen."
En un tiempo, 1924, en que la evolución no se preveía todavía, ha mostrado Aragon en su Vague de rêves la sustancia imperceptible, marginal, en la que originalmente se enfundaba el embrión dialéctico que se ha desarrollado en el surrealismo. Porque no cabe duda de que el estadio heroico, del que Aragon nos ha legado el catálogo de personajes, se ha terminado. En tales movimientos hay siempre un instante en que la tensión original de la sociedad secreta tiene que explotar en la lucha objetiva, profana por el poder y el dominio, o de lo contrario se transformará y se desmoronará como manifestación pública. En esta fase de transformación está ahora el surrealismo. Pero entonces, cuando irrumpió sobre sus fundadores en figura de ola que inspira sueños, parecía lo más integral, lo más concluyente, lo más absoluto. Todo aquello con lo que entraba en contacto se integraba. La vida parecía que sólo merecía la pena de vivirse, cuando el umbral entre la vigilia y el sueño quedaba desbordado como por el paso de imágenes que se agitan en masa; el lenguaje era sólo lenguaje, si el sonido y la imagen, la imagen y el sonido, se interpenetraban con una exactitud automática, tan felizmente que ya no quedaba ningún resquicio para el grosor del "sentido". Imagen y lenguaje tienen precedencia. Saint-Paul Roux fija en su puerta, cuando por la mañana se retira a dormir, un letrero: "Le poète travaille". Breton advierte: "Calma. Quiero adentrarme a donde nadie se ha adentrado. Calma. Tras de ti, lenguaje amadísimo." El lenguaje tiene la precedencia.
Y no sólo antes que el sentido. En el andamiaje del mundo el sueño afloja la individualidad como si fuese un diente cariado. Y este relajamiento del yo por medio de la ebriedad es además la fértil, viva experiencia que permite a esos hombres salir de su fascinación ebria. Pero no es éste el lugar de acotar la experiencia surrealista en toda su determinación. Quien perciba que en los escritos de este círculo no se trata de literatura, sino de otra cosa: de manifestación, de consigna, de documento, de "bluff", de falsificación si se quiere, pero, sobre todo, no de literatura; ése sabrá también que de lo que se habla literalmente es de experiencias, no de teorías o mucho menos de fantasmas. Y esas experiencias de ningún modo reducen al sueño, a las horas de fumar opio o mascar haschisch. Es un gran error pensar que sólo conocemos de las "experiencias surrealistas" los éxtasis religiosos o los éxtasis de las drogas. Opio del pueblo ha llamado Lenin a la religión, aproximando estas dos cosas más de lo que les gustaría a los surrealistas. Hablaremos de la rebelión amarga, apasionada, en contra del catolicismo, que así es como Rimbaud, Lautréamont, Apollinaire trajeron al mundo el surrealismo. Pero la verdadera superación creadora de la iluminación religiosa no está, desde luego, en los estupefacientes. Está en una iluminación profana de inspiración materialista, antropológica, de la que el haschisch, el opio u otra droga no son más que escuela primaria. (Pero peligrosa. Y la de las religiones es más estricta todavía.)
Esa iluminación profana no siempre ha encontrado al surrealismo a su altura, a la suya y a la de él mismo. Escritos como el incomparable Paysan de Paris, de Aragon, y la Nadja, de Breton, que son los que la denotan con más fuerza, muestran en este punto claras deficiencias. Así hay en Nadja un pasaje excelente sobre los "arrebatadores días de saqueo parisiense en el signo de Sacco y Vanzetti"; Breton concluye con toda seguridad que el boulevard Bonne-Nouvelle ha cumplido en esos días la promesa estratégica de revuelta que siempre ha dado su nombre. Pero también aparece una tal Sacco, que no es la mujer de la víctima de Fuller, sino una "voyante", una adivina, que vive en el 3 de la rue des Usines y que sabe contarle a Paul Eluard que nada bueno tiene que esperar de Nadja. Confesemos entonces que los caminos del surrealismo van por tejados, pararrayos, goteras, barandas, veletas, artesonados (todos los ornamentos le sirven al que escala fachadas); confesemos que además llegan hasta el húmedo cuarto trasero del espiritismo. Pero no le oímos de buen grado golpear tímidamente los vidrios de las ventanas para preguntar por su futuro. ¿Quién no quisiera saber a estos hijos adoptivos de la revolución exactísimamente separados de todo lo que se ventila en los conventículos de trasnochadas damas pensionistas, de oficiales retirados, de especuladores emigrados?
Por lo demás, el libro de Breton está hecho para ilustrar algunos rasgos fundamentales de esa "iluminación profana". El mismo llama a Nadja un "livre à la porte battante". (En Moscú vivía yo en un hotel, cuyas habitaciones estaban casi todas ocupadas por lamas tibetanos, que habían venido a la ciudad para un congreso de todas las iglesias budistas. Me llamó la atención la cantidad de puertas constantemente entornadas en los pasillos. Lo que al comienzo parecía casualidad terminó por resultarme misterioso. Supe entonces que en esas habitaciones se alojaban los miembros de una secta que habían prometido no morar nunca en espacios cerrados. El susto que experimenté es el que debe percibir el lector de Nadja) Vivir en una casa de cristal es la virtud revolucionaria par excellence. Es una ebriedad, un exhibicionismo moral que necesitamos mucho. La discreción en los asuntos de la propia existencia ha pasado de virtud aristocrática a ser cada vez más cuestión de pequeños burgueses arribistas. Nadja ha encontrado la verdadera síntesis creadora entre novela artística y novela en clave.
Basta sólo con tomar al amor en serio —y a ello lleva Nadja— para reconocer en él una "iluminación profana". Así cuenta el autor: "Entonces (es decir: en el tiempo de su trato con Nadja) me ocupé mucho de la época de Luis VII, porque era la época de las "cortes de amor", y procuré representarme con gran intensidad cómo era aquella vida." Sobre el amor cortesano provenzal sabemos, por medio de un autor nuevo, cosas más exactas y sorprendentemente próximas a la concepción surrealista del amor. "Todos los poetas de "estilo nuevo" poseen —dice Erich Auerbach en su excelente obra acerca de Dante como poeta del mundo terreno— una amada mística y a todos les suceden las mismas especiales aventuras amorosas, ya que a todos les otorga o les niega Amore dones que más se asemejan a una iluminación que a un goce sensual; todos pertenecen a una especie de unión secreta que determina su vida interior y tal vez también la exterior." Se trata de suyo de la dialéctica de la ebriedad. ¿No es quizá todo éxtasis en un mundo sobriedad que avergüenza en el complementario? ¿Acaso quiere otra cosa el amor cortesano (que es el que une a Breton, y no el amor, con la muchacha telepática) que identificar la castidad con el arrobamiento? Arrobamiento a un mundo que no sólo limita con criptas del Sagrado Corazón de Jesús o con altares marianos, sino que cada mañana está ante una batalla o tras una victoria.
La dama es lo más insignificante en el amor esotérico. Y así también en Breton. Está más cerca de las cosas de las que está cerca Nadja que de ella misma. ¿Cuáles son, pues, esas cosas de las que está cerca? Su canon resulta en cuanto al surrealismo enormemente ilustrativo. ¿Por dónde empezar? Puede pagarse de haber hecho un descubrimiento sorprendente. Tropezó por de pronto con las energías revolucionarias que se manifiestan en lo "anticuado", en las primeras construcciones de hierro, en los primeros edificios de fábricas, en las fotos antiguas, en los objetos que comienzan a caer en desuso, en los pianos de cola de los salones, en las ropas de hace más de cinco años, en los locales de reuniones mundanas que empiezan a no estar ya en boga. Nadie mejor que estos autores puede dar una idea tan exacta de cómo están estas cosas respecto de la revolución. Antes que estos visionarios e intérpretes de signos nadie se había percatado de cómo la miseria (y no sólo lo social, sino la arquitectónica, la miseria del interior, las cosas esclavizadas y que esclavizan) se transpone en nihilismo revolucionario. Para no hablar de Passage de l'Opéra, de Aragon: Breton y Nadja son la pareja amorosa que cumple, si no en acción, sí en experiencia revolucionaria, todo lo que hemos experimentado en tristes viajes en tren (los trenes comienzan a envejecer), en tardes de domingo dejadas de la mano de Dios en los barrios proletarios de las grandes ciudades, en la primera mirada a través de una ventana mojada por la lluvia en una casa nueva. Hacen que exploten las poderosas fuerzas de la "Stimmung" escondidas en esas cosas. ¿Cómo creemos que se configuraría una vida que en el instante decisivo se dejara determinar por la última copla callejera que está de moda?
La treta que domina este mundo de cosas (es más honesto hablar aquí de treta que de método) consiste en permutar la mirada histórica sobre lo que ya ha sido por la política. "Abríos tumbas, vosotros, muertos de las pinacotecas, cadáveres de detrás de los biombos, en los palacios, en los castillos y en los monasterios; aquí está el fabuloso portero, que tiene en las manos un manojo de llaves de todos los tiempos, que sabe cómo hay que escaparse de los más encubiertos castillos y que os invita a avanzar en medio del mundo actual, a mezclaros entre los cargadores, los mecánicos, a los que el dinero ennoblece, a poneros cómodos en sus automóviles, que son hermosos como armaduras del tiempo de caballerías, a tomar sitio en los coches-camas internacionales, y a transpirar junto con todas las gentes que todavía hoy están orgullosas de sus privilegios. Pero la civilización acabará con ellos en breve." Su amigo Henri Hertz pone este discurso en boca de Apollinaire. Y de Apollinaire es la técnica. En su volumen de novelas cortas, L'Hérésiarque la utiliza con cálculo maquiavélico para desinflar al catolicismo (al que se apegaba interiormente).
En el centro de este mundo de cosas está el más soñado de sus objetos, la misma ciudad de París. Pero sólo la revuelta extrae por completo su rostro surrealista. (Calles vacías de gente, en las que los silbidos y los disparos dictan la decisión.) Y ningún rostro es surrealista en el grado en que lo es el verdadero rostro de una ciudad. Ningún cuadro. de Chirico o de Max Ernst puede medirse con los vigorosos perfiles de sus fortines interiores, que primero han de ser conquistados y ocupados para llegar a dominar su suerte, dominar lo que es suyo en su suerte, en la suerte de sus masas. Nadja es un exponente de esas masas y de lo que las inspira revolucionariarnente: "La grande inconscience vive et sonore qui m'inspire mes seuls actes probants dans le sens ou totijours je veux prouver qu'elle dispose à tout jamais de tout ce qui est à moi." Aquí encontramos por tanto la consignación de esas fortificaciones, comenzando por esa Place Maubert, en la que como en ningún otro sitio ha conservado la suciedad su entero poderío simbólico, hasta aquel "Théâtre Moderne", que no haber conocido me llena de desconsuelo. La descripción de Breton del bar en el piso alto ("está muy oscuro, con vestíbulos a modo de túneles en los que uno no es capaz de encontrarse; un salón en el fondo del mar") es algo que me recuerda a un incomprendido ámbito de un antiguo café. Era el cuarto de atrás en el piso primero, con sus parejas en una luz azul. Le llamábamos "la anatomía". Era el último local para el amor. En tales pasajes interviene en Breton de manera muy curiosa la fotografía. De las calles, las puertas, las plazas de la ciudad, hace ilustraciones de una novela por entregas; vacía esas arquitecturas, viejas de siglos, de su trivial evidencia para enfrentarlas, con intensidad sumamente original, al suceso representado, al cual, como en los antiguos libros para criadas de servicio, remiten citas literales con indicación del número de la página. Y todos los lugares de París que surgen aquí son pasajes en los que lo que hay entre esos hombres se mueve como una puerta giratoria.
También el París de los surrealistas es un "pequeño mundo". Esto es que tampoco en el grande, en el cosmos, hay otra cosa. En él hay carrefours en los que centellean espectrales las señales de tráfico y están a la orden del día analogías inimaginables e imbricaciones de sucesos. Es el espacio del que da noticia la lírica del surrealismo. Cosa que hay que advertir, aunque no sea más que para salir al paso del obligado malentendido del "arte por el arte". Porque el arte por el arte casi nunca lo ha sido para que lo tomemos literalmente, casi siempre ha sido un pabellón bajo el cual navega una mercancía que no se puede declarar porque le falta el nombre. Sería éste el momento de ir a una obra que ilustraría como ninguna otra la crisis del arte de la que somos testigos: una historia de la creación literaria esotérica. Tampoco es casualidad que falte. Puesto que escribirla como reclama ser escrita (esto es no como una obra colectiva en la que cada "especialista" aporte lo más digno de ser sabido en su terreno, sino como un escrito fundado por quien, por necesidad interna, expone menos la historia de un desarrollo que el resurgimiento original, renovado siempre, de la creación literaria esotérica), haría de ella uno de esos textos de confesión erudita con los que hay que contar en cada siglo. En su última hoja tendríamos que encontrar la placa de rayos X del surrealismo. En la Introduction au discours sur le peu de réalité sugiere Breton que el realismo filosófico de la Edad Media está a la base de la experiencia poética. Pero ese realismo, su fe, por tanto, en una existencia aparte de los conceptos ya fuera, ya dentro de las cosas, ha encontrado siempre muy rápidamente el tránsito del reino conceptual lógico al reino mágico de las palabras. Y son experimentos mágicos con las palabras, no jugueteos artísticos, los apasionados juegos de transformación fonética y gráfica que desde hace quince años campean por toda literatura de vanguardia, llámese ésta futurismo, dadaísmo o surrealismo. Cómo se interpenetran la consigna, la fórmula mágica y el concepto, lo muestran las siguientes frases de Apollinaire en su último manifiesto: L'esprit nouveau et les poètes. Dice, pues, en 1918: "No hay nada moderno en la poesía que corresponda a la rapidez y simplicidad con que todos nos hemos acostumbrado a designar por medio de una sola palabra entidades tan complejas como una multitud, un pueblo, el universo. Pero los poetas actuales llenan esta laguna; sus creaciones sintéticas producen nuevas realidades cuya manifestación plástica es tan compleja como la de las palabras para lo colectivo." Claro que tanto Apollinaire como Breton avanzan aún más enérgicamente en la misma dirección y llevan a cabo la anexión del surrealismo al mundo entorno, cuando declaran: "Las conquistas de la ciencia consisten mucho más que en un pensamiento lógico en un pensamiento surrealista." Y cuando, con otras palabras, hacen de la mixtificación, cuya cúspide ve Breton en la poesía (opinión muy defendible), el fundamento del desarrollo científico y técnico, la integración es más que tormentosa. Resulta muy instructivo considerar la apresurada anexión de este movimiento al incomprendido milagro de la máquina, comparar las ardientes fantasías de uno con las utopías bien ventiladas del otro. Así dice Apollinaire: "En gran parte se han realizado las antiguas fábulas. Les toca ahora a los poetas imaginar otras nuevas, que a su vez quieran realizar los inventores."
"Pensar en cualquier actividad humana me hace reír." Esta opinión de Aragon designa con toda claridad el camino que ha tenido que recorrer el surrealismo desde sus orígenes hasta su politización. En su escrito La révolution et les intellectuels, Pierre Naville, que perteneció a este grupo en sus comienzos, dice que esta evolución es dialéctica. La enemistad de la burguesía respecto de cualquier demostración radical de libertad de espíritu desempeña un papel capital, importante, en esta transformación de una actitud contemplativa extrema en una oposición revolucionaria. Dicha enemistad ha empujado al surrealismo hacia la izquierda. Acontecimientos políticos, sobre todo la guerra de Marruecos, aceleraron esta evolución. Con el manifiesto "Los intelectuales contra la guerra de Marruecos", aparecido en L'Humanité, se ganó una plataforma fundamentalmente distinta a la que caracteriza, por ejemplo, el famoso escándalo en el banquete de Saint-Pol Roux. Entonces, poco después de la guerra, los surrealistas, viendo comprometida, por la presencia de elementos nacionalistas, la celebración de uno de sus adorados poetas, rompieron en gritos de "¡Viva Alemania!". Se quedaron en los límites del escándalo, contra el cual la burguesía, como se sabe, es tan insensible como sensible contra toda acción. Los capítulos "Persecución" y "Asesinato", de Apollinaire, contienen una descripción famosa de un "progrom" de poetas. Las editoriales son asaltadas, los libros de poemas arrojados al fuego, los poetas muertos a golpes. Y las mismas escenas tienen lugar al mismo tiempo en la Tierra entera. En Aragon, la "imagination", en el presentimiento de tales horrores, incita a sus tropas a una última cruzada.
Para entender estas profecías, así como la línea que ha alcanzado el surrealismo, es preciso medir estratégicamente y preguntarse por la índole de pensamiento que se extiende en la llamada inteligencia bien pensante de izquierda burguesa. La cual se manifiesta con suficiente claridad en la orientación actual respecto de Rusia de esos círculos. Naturalmente que no hablamos de Béraud, que ha abierto vía a la mentira sobre Rusia, ni tampoco de Fabre-Luce, que le sigue, como buen asno, trotando por dichas vías, bien cargado con todos los resentimientos burgueses. Pero ¡qué problemático es incluso el típico libro de mediación de Duhamel! Difícilmente se soporta el lenguaje de teólogo que le cruza, lenguaje forzadamente riguroso, forzadamente esforzado y cordial. ¡Qué manido el método, dictado por el desconocimiento del lenguaje y por el apocamiento, de empujar las cosas hacia cualquier iluminación simbólica! ¡Qué traidor su resumen: "La verdadera, profunda revolución que, en cierto sentido, podría transformar la sustancia del alma eslava, no ha ocurrido todavía." Esto es lo típico de esta inteligencia francesa de izquierdas (exactamente igual que de la rusa): su función positiva proviene por entero de un sentimiento de obligación, no respecto de la revolución, sino de la cultura heredada. Su ejecutoria colectiva se acerca, en lo que tiene de positiva, a la de los conservadores. Pero política y económicamente habrá que contar siempre con el peligro de que hagan sabotaje.
Lo característico de esta posición burguesa de izquierdas es el maridaje incurable de moral idealista con praxis política. Ciertos elementos medulares del surrealismo, incluso de la tradición surrealista, sólo se entenderán en contraste con los compromisos desvalidos de la "Gesinnung". Aunque en orden a ese entendimiento no es que hayan pasado muchas cosas. Demasiado seductor ha sido captar, en un inventario del snobismo, el satanismo de un Rimbaud o de un Lautréamont como contrapeso del arte por el arte. Pero si uno se resuelve a abrir ese romántico cajón secreto, encontrará en él algo útil. Encontrará el culto del mal como un aparato romántico de desinfección y aislamiento contra todo dilettantismo moralizante. En esta convicción tropezaremos en Breton con el escenario de una pieza tremenda, en cuyo centro está, en retrospectiva quizá de un par de décadas, una violación infantil. Entre los años 1865 y 1875 algunos grandes anarquistas, sin saber los unos de los otros, trabajaron en sus máquinas infernales. Y lo que resulta sorprendente: independientemente unos de otros, pusieron su reloj a la misma hora, y cuarenta años más tarde explotaron en Europa occidental a tiempo simultáneo los escritos de Dostoyevski, de Rimbaud y de Lautréamont. Para ser más exactos podríamos destacar en la obra completa de Dostoyevski el pasaje publicado por primera vez en 1915: "La confesión de Stavrogin" en Los endemoniados. Este capítulo, que está en estrecho contacto con el tercer canto de los Chants de Maldorar, contiene una justificación del mal, que expresa ciertos motivos del surrealismo con mayor fuerza que la que logra cualquiera de sus actuales portavoces. Porque Stavrogin es un surrealista "avant la lettre". Nadie como él ha captado la falta de vislumbre con la que el cursi opina que el bien, con todas las virtudes de quien lo ejerza, está inspirado por Dios; pero que el mal procede enteramente de nuestra espontaneidad y por eso somos en él independientes, somos en él seres instalados en nosotros mismos. Nadie como él ha visto en la acción más indigna, y precisamente en ella, la inspiración. Igual que el burgués idealista hace con la virtud, percibe él la infamia como algo preformado en el curso del mundo, en nosotros mismos, como algo que nos acercan, si es que no nos lo imponen. El Dios de Dostoyevski no sólo ha creado el cielo y la tierra, el hombre y el animal, sino además la indignidad, la venganza, la crueldad. Tampoco en esta obra le ha dejado entrometerse al diablo. Por eso aparece el mal en él con entera originalidad, quizá no "espléndido", pero sí siempre nuevo, "como en el primer día", a miles de kilómetros de los clichés en que a los filisteos se les aparece el pecado.
La gran tensión, que capacita a los poetas aludidos para su sorprendente efecto a distancia, queda documentada, si bien de manera ridícula, por la carta que Isidore Ducasse dirige el 23 de octubre de 1869 a su editor para hacer plausible su poesía. Se coloca en una línea con Mickiewicz, Milton, Southey, Alfred de Musset, Baudelaire, y dice: "Claro que he adoptado un tono más lleno, para introducir algo nuevo en esta literatura, que sólo canta la desesperación para que el deprimido lector añore con más fuerza el bien como medio de salvación. Esto es que a la postre sólo se canta al bien, aunque el método sea más filosófico y menos ingenuo que el de la antigua escuela, de la que todavía viven Víctor Hugo y algunos otros." Pero si el errático libro de Lautréamont está en algún contexto, permite que se le instale en uno, será éste el de la insurrección. Por ello era comprensible, y de suyo no carecía de intuición, intentar, como hizo Soupault en 1927 para la edición de sus obras completas escribir una vita politica de Isidore Ducasse. Por desgracia no hay documentos al respecto y los que aportó Soupault consistían en una confusión. En cambio el ensayo correspondiente se logró por suerte con Rimbaud y es mérito de Marcel Coulon haber defendido su verdadera imagen contra la usurpación católica de Claudel y Berrichon. Rimbaud es católico, desde luego; pero lo es, según el mismo lo expone, en su parte más miserable, ésa que nunca se cansa de denunciar, de entregar a su odio y al de cualquiera, a su desprecio y al de los otros: la parte que le fuerza a confesar que no entiende la revuelta. Pero ésta es la confesión de un hombre de la Comuna que no llegó a hacer su cometido. Y cuando dio la espalda a la poesía, se había ya despedido en sus creaciones más tempranas de la religión. "A ti, odio, he confiado mi tesoro", escribe en la Saison en enfer. Y en estas palabras podría encaramarse una poética del surrealismo. Sus raíces alcanzarían más hondo en los pensamientos de Poe que la teoría de la "surprise", del poetizar sorprendido, que procede de Apollinaire.
Un concepto radical de libertad no lo ha habido en Europa desde Bakunin. Los surrealistas lo tienen. Ellos son los primeros en liquidar el esclerótico ideal moralista, humanista y liberal de libertad, ya que les consta que "la libertad en esta tierra sólo se compra con miles de durísimos sacrificios y que por tanto ha de disfrutarse, mientras dure, ilimitadamente, en su plenitud y sin ningún cálculo pragmático". Lo cual les prueba que "la lucha por la liberación de la humanidad en su más simple figura revolucionaria (que es la liberación en todos los aspectos) es la única cosa que queda a la que merezca la pena servir". ¿Pero consiguen soldar esta experiencia de libertad con la otra experiencia revolucionaria, la que tenemos que reconocer, puesto que la teníamos ya: la de lo constructivo, dictatorial de la revolución? ¿Cómo nos representaríamos una existencia, que se cumpliese por entero en el boulevard Bonne-Nouvelle, en espacios de Le Corbusier y de Oud?
Ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución. En torno a ello gira el surrealismo en todos sus libros y empresas. De esta tarea puede decir que es la más suya. Nada se hace por ella por el hecho de que, como muy bien sabemos, en todo acto revolucionario esté viva una componente de ebriedad. Esta componente se identifica con la anárquica. Pero poner exclusivamente el acento sobre ella significaría posponer por completo la preparación metódica y disciplinaria de la revolución en favor de una praxis que oscila entre el ejercicio y la víspera. A lo cual se añade una visión corta y nada dialéctica de la naturaleza de la ebriedad. La estética del pintor, del poeta "en état de surprise", del arte como reacción sorprendida, está presa en algunos prejuicios románticos catastróficos. Toda fundamentación de los dones y fenómenos ocultos, surrealistas, fantasmagóricos, tiene como presupuesto una implicación dialéctica que jamás llegará a apropiarse una cabeza romántica. Subrayar patética o fanáticamente el lado enigmático de lo enigmático, no nos hace avanzar. Más bien penetramos el misterio sólo en el grado en que lo reencontramos en lo cotidiano por virtud de una óptica dialéctica que percibe lo cotidiano como impenetrable y lo impenetrable como cotidiano. La investigación apasionada por ejemplo de fenómenos telepáticos no nos enseña sobre la lectura (proceso eminentemente telepático) ni la mitad de lo que aprendemos sobre dichos fenómenos por medio de una iluminación profana, esto es, leyendo. 0 también: la investigación apasionada acerca del fumar haschisch no nos enseña sobre el pensamiento (que es un narcótico eminente) ni la mitad de lo que aprendemos sobre el haschisch por medio de una iluminación profana, esto es, pensando. El lector, el pensativo, el que espera, el que callejea son tipos de iluminados igual que el consumidor de opio, el soñador, el ebrio. Y, sin embargo, son profanos. Para no hablar de esa droga terrible, nosotros mismos, que tomamos en la soledad.
Ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución. Con otras palabras: ¿política poética? "Nous en avons soupé. Todo antes que eso." Nos interesará por tanto aún más un excurso en la poemática de las cosas. Puesto que: ¿cuál es el programa de los partidos burgueses? Un mal poema de primavera, lleno hasta reventar de comparaciones. El socialista ve ese "futuro más bello de nuestros hijos y nietos" en que todos se porten "como, si fuesen ángeles" y en que cada uno tenga tanto "como si fuese rico" y en que cada uno viva "como si fuese libre". Pero de ángeles, riqueza, libertad, ni rastro. Todo son solamente imágenes. ¿Y cuál es el tesoro imaginero de esos poetas de los centros socialdemócratas? ¿Cuál es su "Gradus ad Parnassum"? El optimismo. Qué otro es en cambio el aire que se respira en el escrito de Naville, que hace de la "organización del pesimismo" la exigencia del día. En nombre de sus amigos literarios plantea un ultimatum para que infaliblemente tenga que confesar su color ese optimismo diletante y sin conciencia: ¿cuáles son los presupuestos de la revolución? ¿La modificación de la actitud interna o la de las circunstancias exteriores? Esta es la pregunta cardinal que determina la relación de política y moral y que no tolera paliativo alguno. El surrealismo se ha aproximado más y más a la respuesta comunista. Lo cual significa: pesimismo en toda la línea. Así es y plenamente. Desconfianza en la suerte de la literatura, desconfianza en la suerte de la libertad, desconfianza en la suerte de la humanidad europea, pero sobre todo desconfianza, desconfianza, desconfianza en todo entendimiento: entre las clases, entre los pueblos, entre éste y aquél. Y sólo una confianza ilimitada en la I.G. Farben y en el perfeccionamiento pacífico de las fuerzas aéreas. ¿Y entonces, entonces qué?
Adquiere aquí su derecho la intuición que, en el Traité du style, último libro de Aragon, reclama la distinción entre comparación e imagen. Una intuición afortunada en cuestiones de estilo que debe ser prolongada. Prolongación: nunca se encuentran ambas —comparación e imagen— tan drástica, tan irreconciliablemente como en la política. Organizar el pesimismo no es otra cosa que transportar fuera de la política a la metáfora moral y descubrir en el ámbito de la acción política el ámbito de las imágenes de pura cepa. Ámbito de imágenes que no se puede ya medir contemplativamente. Si la tarea de la inteligencia revolucionaria es doble: derribar el predominio intelectual de la burguesía y ganar contacto con las masas proletarias, en cuanto a la segunda parte de esa tarea ha fracasado por completo, puesto que no resulta ya posible hacerse con ella contemplativamente. Y este, sin embargo, ha estorbado a los menos para plantearla una y otra vez como contemplativa, invocando, eso sí, a poetas, pensadores y artistas proletarios. En contra de ello tuvo Trotski, enLiteratura y revolución, que señalar que sólo puede resultar de una revolución victoriosa. En realidad se trata mucho menos de hacer al artista de procedencia burguesa maestro del "arte proletario", que de ponerlo en función, aun a costa de su efectividad artística, en los lugares importantes de ese ámbito de imágenes. ¿No debiera incluso ser tal vez la interrupción de su "carrera artística" una parte esencial de esa función?
Tanto mejores serán los chistes que cuente. Y tanto mejor los contará. Porque también en el chiste, en el insulto, en el malentendido, allí donde una acción sea ella misma la imagen, la establezca de por sí, la arrebate y la devore, donde la cercanía se pierda de vista, es donde se abrirá el ámbito de imágenes buscado, el mundo de actualidad integral y polifacética en el que no hay "aposento noble", en una palabra, el ámbito en el cual el materialismo político y la criatura física comparten al hombre interior, la psique, el individuo (o lo que nos dé más rabia) según una justicia dialéctica (esto es, que ni un solo miembro queda sin partir). Pero tras esa destrucción dialéctica el ámbito se hace más concreto, se hace ámbito de imágenes: ámbito corporal. De nada sirve; es tiempo de confesar que el materialismo metafísico de la observancia de Vogt y de Bujarin no se deja transponer sin rupturas al materialismo antropológico tal y como lo documenta la experiencia de los surrealistas y ya antes la de un Hebel, un Georg Büchner, un Nietzsche, un Rimbaud. Queda un residuo. También lo colectivo es corpóreo. Y la physis, que se organiza en la técnica, sólo se genera según su realidad política y objetiva en el ámbito de imágenes del que la iluminación profana hace nuestra casa. Cuando cuerpo e imagen se interpenetran tan hondamente, que toda tensión revolucionaria se hace excitación corporal colectiva y todas las excitaciones corporales de lo colectivo se hacen descarga revolucionaria, entonces, y sólo entonces, se habrá superado la realidad tanto como el Manifiesto Comunista exige. Por el momento los surrealistas son los únicos que han comprendido sus órdenes actuales. Uno por uno dan su mímica a cambio del horario de un despertador que a cada minuto anuncia sesenta segundos.
1929
Traducción de Jesús Aguirre
Taurus Ed., Madrid 1980

3/08/2016

LA IMPORTANCIA DE LEER A TARKOVSKI.


Andrei Tarkovski: Sobre la responsabilidad del artista



Volvamos a la comparación —o, mejor, a la confrontación— entre literatura y cine. Lo único que tienen en común estas dos artes absolutamente autónomas e independientes es su generosa libertad en cuanto a la disposición del material.

Ya hemos hablado de la dependencia de una película con respecto al mundo y las vivencias de su autor y de su espectador. También la literatura, qué duda cabe, dispone de la posibilidad, propia de todas las artes, de trabajar con experiencias de lectura emocionales, espirituales e intelectuales. Pero la verdadera especificidad de la literatura reside en el hecho de que el lector, con independencia de la intensidad con la que un escritor haya elaborado determinadas páginas de su libro, va «entresacando» y «descubriendo» en la lectura aquello que corresponde a sus propias experiencias y forma de ser, que ha ido conformando en él normas y gustos duraderos. Incluso los detalles naturalistas de la prosa escapan así al control del escritor, pues el lector los percibirá, a pesar de todo, de un modo subjetivo.

Por el contrario, el cine es el único arte en que un autor se puede sentir como creador de una realidad ilimitada, de un mundo propio, en el sentido más literal de la palabra. La tendencia a autoafirmarse, impresa en el hombre, se realiza en el cine en su forma más completa e inmediata. El cine es una realidad emocional y, como tal, el espectador la percibe como una segunda realidad.

Por este motivo, esa idea tan extendida de que el cine es un sistema de signos me parece una idiotez, falsa en sus fundamentos. ¿Dónde está, a mi modo de ver, el fallo básico de los estructuralistas? Aparece en el modo de concebir la relación con la realidad, en que se basa todo arte y en donde desarrolla las leyes que son características en cada caso. En este sentido, el cine y la música son para mí artes inmediatas, que no precisan de una mediación a través de la palabra. Esta característica fundamental hace que la música y el cine sean artes afines y fundamenta a la vez su insuperable lejanía frente a la literatura, donde todo se expresa a través del lenguaje, es decir, a través de un sistema de signos y normas. La recepción de una obra literaria se realiza exclusivamente a través de un símbolo, de un concepto, tal como es presentado por la palabra. El cine y la música, por el contrario, ofrecen la posibilidad de una recepción inmediata, emocional, de la obra de arte.

La literatura, a través de la palabra, describe un acontecimiento, ese mundo interior y exterior que quiere reproducir un escritor. Por el contrario, el cine trabaja con materiales tomados de la propia naturaleza, que surgen de forma inmediata en el tiempo y el espacio, que podemos observar en el entorno en que vivimos. En la imaginación de un escritor surge primero una determinada imagen de la realidad, que luego describe sobre el papel con ayuda de las palabras, mientras que el celuloide graba de forma mecánica los contornos del mundo inmediato que aparecen ante la cámara. Esos contornos de los que luego se compone el todo, la película.

Por eso, la dirección en el cine es exactamente la capacidad de «separar la luz de la oscuridad, las aguas de la tierra firme». Esta posibilidad crea la ilusión de que el director se sienta como un demiurgo. Y de ahí resultan también tantos equívocos sobre el arte de dirigir. Y aquí surge asimismo la cuestión de la enorme responsabilidad, casi «penal», que pesa sobre un director. Su actitud se transmite al espectador de forma patente e inmediata, con una exactitud casi fotográfica; y las emociones del espectador pasan a ser algo así como emociones de un testigo, quizá incluso del propio autor.

Quiero subrayar una vez más que el cine, al igual que la música, opera con realidades. Por eso estoy en contra de los intentos de los estructuralistas por considerar el plano como signo de otra cosa, como resultado de un sentido. Ésta es una trasposición meramente formal, falta de crítica, de métodos analíticos propios de otras artes. Un elemento musical no tiene intereses ni ideología. Y también un plano cinematográfico es siempre un fragmento de la realidad carente de ideas. Por el contrario, la palabra es ya como tal una idea, un concepto, un determinado nivel de abstracción. Una palabra nunca será un sonido carente de significado.

En sus Relatos de Sebastopol, Tolstoi narra el horror de un hospital militar con un realismo lleno de detalles. Pero por muy cuidadosa y fielmente que consiga describir aquellos horrores, el lector siempre tiene la posibilidad de adaptar aquellas imágenes, reproducidas con dureza naturalista, según sus propias experiencias, deseos e ideas. Esto sucede porque el lector percibe todo texto de forma selectiva, de acuerdo con las leyes de su propia imaginación.

Un libro leído ya mil veces, son mil libros diferentes. Un lector dotado de una fantasía ilimitada puede percibir descripciones lacónicas incluso con más claridad que la que pretendía el escritor (y los escritores casi siempre cuentan con que exista ese tipo de lectura que complemente el texto). Por el contrario, un lector reservado, moralmente no libre o limitado, verá esos detalles cruelmente exactos con ciertas lagunas, a través de un filtro ético preexistente. Se llega así a una curiosa corrección de la percepción subjetiva, un fenómeno fundamental para la relación entre escritor y lector, que a la vez es un caballo de Troya en cuyo interior el escritor penetra en el alma de su lector. De aquí resulta la necesidad de una coautoría inspirada por parte del lector, lo que —por cierto— es la base de esa opinión tan común según la cual es mucho más difícil y más cansado leer un libro que ver una película, que es algo que se consume pasivamente: «El espectador se ha sentado, y el proyector comienza a funcionar…»

Entonces, ¿tiene el espectador de cine alguna libertad de elección? Dado que un plano, escena o episodio no describe, sino que fija literalmente un acontecimiento, un paisaje o un rostro, en el cine se llega a una peculiar norma estética, a una concreción que sólo permite una interpretación unívoca, contra la cual se rebela a menudo la experiencia personal del espectador.

Para tener otro punto de comparación, pensemos en la pintura. Ahí siempre hay una cierta distancia entre el cuadro y el espectador, una distancia anticipada ya por un cierto respeto hacia lo representado y por la conciencia de que se trata de un cuadro, una imagen, comprensible o no, de la realidad. A nadie se le ocurriría identificar esa imagen de la realidad con la vida misma. En todo caso se hablará de «similitud » o «diferencia» de la representación en comparación con la vida real. Sólo en el cine el espectador mantiene siempre la sensación de una facticidad inmediata de la vida que ve en pantalla, por ío que siempre juzgará el cine según las leyes de la vida. De ese modo está alterando los principios según los cuales el autor estructuró su obra y cambiándolos por otros que surgen de su experiencia cotidiana, normal y corriente. De ahí surgen las conocidas paradojas de la recepción por parte de los espectadores. ¿Por qué el público de masas prefiere a menudo temas exóticos en el cine, que nada tienen que ver con su propia vida? Piensa que conoce ya de sobra su vida, está harto de ella y en el cine prefiere tener experiencias desconocidas: cuanto más exótica, cuanto más alejada de su vida cotidiana, tanto más interesante, entretenida y pedagógica le parece una película.

Pero éste es un problema sociológico: ¿por qué un grupo de espectadores busca en el cine el entretenimiento y la distracción, mientras que otro grupo espera encontrar un interlocutor inteligente? ¿Por qué para unos cuenta sólo lo externo, lo supuestamente «bonito», que en realidad no es sino mal gusto, un mamotreto carente de inspiración, mientras que otros tienen una acusada sensibilidad para vivencias realmente estéticas? ¿Dónde están las causas de la torpeza estética, y a veces también moral, de gran parte de la gente? ¿Quién tiene la culpa? ¿Será posible ayudarles a ver aquello que es más alto y más bello, a llegar a aquella actividad espiritual que el verdadero arte despierta en las personas?

La respuesta es muy fácil y nos conformaremos con una única constatación. Por diferentes motivos, los diversos sistemas sociales van «alimentando» las masas con terribles sucedáneos, sin pensar cómo poder inculcarles el buen gusto. La única diferencia es que en el mundo occidental cada persona puede elegir libremente y puede, sin mayor problema, ver las películas de los más grandes directores. Pero el efecto de éstas parece ser muy limitado, pues el arte cinematográfico, en el mundo occidental, a menudo sucumbe en esa desigual lucha con el cine comercial.

Precisamente por esa competencia con el cine comercial, el director tiene una especial responsabilidad frente a los espectadores. Pues, por los efectos específicos del cine (esa identificación de cine y vida), la más absurda película comercial puede ejercer sobre un público ingenuo y burdo el mismo efecto mágico que el verdadero arte ejerce en un espectador exigente. La diferencia fundamental, trágica, reside en el hecho de que una película artística despierta en su público emociones y pensamientos, mientras que el cine de masas —con ese efecto suyo especialmente adormecedor e irresistible— apaga todos las demás reflexiones y sentimientos de su público de forma definitiva e irrecuperable. Aquellas personas que ya no sienten ninguna necesidad de nada bello, espiritual, utilizan el cine como una botella de Coca-Cola.

Por este motivo no entiendo cómo un artista puede hablar de absoluta libertad creativa. En mi opinión, se da todo lo contrario: quien se adentra por el camino de un quehacer creativo cae en los lazos de interminables ataduras que le sujetan a sus propias tareas, a su destino como artista.

Todo el mundo y todas las cosas están vinculados a determinados lazos. Si se pudiera ver a un solo hombre bajo las condiciones de la libertad absoluta, sería algo así como un pez de las profundidades marinas colocado en un lugar sin agua. Una idea extraña… ¡pero si hasta el genial Rublev trabajaba en el marco de las disposiciones canónicas…! Lo trágico es que no sabemos ser realmente libres: exigimos una libertad que va en detrimento de los demás y no estamos dispuestos a prescindir de algo nuestro en bien de los demás, viendo en ello una disminución de nuestros derechos y libertades personales. A todos nosotros nos caracteriza hoy un egoísmo francamente increíble. Pero ahí no está la libertad. Libertad significa aprender por fin a no exigir nada de la vida o de los demás hombres, sino sólo de nosotros. Libertad: sacrificio hecho en nombre del amor. Que no se me entienda mal: estoy hablando de la libertad en el más alto sentido ético del término. No estoy queriendo polemizar contra los indiscutibles valores que caracterizan a las democracias occidentales. Pero también bajo las condiciones de esas democracias surge el problema de la falta de espiritualidad y de la soledad de los hombres. A mí me da la impresión de que en la lucha por las, sin duda, importantes libertades políticas, el hombre moderno ha olvidado aquella libertad de que disponían los hombres de todos los tiempos: la libertad de ofrecerse en sacrificio, de darse a sí mismo a su época y a su sociedad.

En las películas que he realizado hasta la fecha, siempre he querido hablar acerca de personas que, dependiendo de otras, es decir, no siendo libres, supieron conservar su libertad interior. He mostrado personas aparentemente débiles. Pero también he hablado de la fuerza de esa debilidad, una fuerza que emerge de sus convicciones morales. Stalker es una persona aparentemente débil. Pero a él, precisamente su fe y su deseo de servir a los demás, le hacen invencible. Al fin y al cabo, un artista no ejerce su profesión para contar algo a alguien. Quiere más bien demostrar a los hombres que quiere servirles. Me sorprendo una y otra vez cuando los artistas expresan la opinión de que ellos mismos se van creando en libertad. El artista tendría indefectiblemente que convencerse de que él es una creatura de su época y de las personas que le rodean. Ya Pasternak lo decía:

«No duermas, artista, no duermas
y al sueño, artista, no te entregues.
Eres el azote de la eternidad,
prisionero del tiempo…»

Si el artista consigue crear algo, en mi opinión es sólo porque con ello satisface una necesidad ya existente de los hombres, aun cuando no sea consciente de ello. Y por eso siempre vence, siempre gana el espectador, mientras que el artista siempre pierde, siempre abandona algo.

Una vida absolutamente libre, en la que se pueda hacer o dejar de hacer lo que uno quiera, según capricho, es para mí algo realmente inimaginable. Por el contrario, yo me veo obligado a hacer siempre aquello que en un período determinado de mi vida me parece lo más importante, lo necesario. La única comunicación adecuada con el espectador es ésta: permanecer fiel a sí mismo. Sin concesión alguna a ese ochenta por ciento de espectadores de cine que, por motivos indescifrables, exigen de nosotros, los directores, que les entretengamos. A la vez, nosotros los directores hemos empezado a despreciar tanto ese ochenta por ciento de espectadores, que estamos dispuestos a entretenerles, puesto que de ellos depende la financiación de la próxima película: una situación sin salida.

Pero volvamos a aquella minoría de público que espera impresiones estéticas. Volvamos al espectador ideal, en quien inconscientemente se apoya cualquier artista de cine y en cuya alma sólo despertará un eco si la película refleja una vivencia realmente vivida y sufrida por el autor. Tengo tal respeto por el espectador que no puedo engañarle: tengo confianza en él y por eso me he decidido a contarle sólo aquellas cosas que para mí son las más importantes, las más valiosas. Destacaba Vincent van Gogh que el deber era algo absoluto y que ningún éxito le daba más satisfacción que cuando encontraba personas sencillas, trabajadoras, que colgaban sus dibujos en su habitación. Estaba de acuerdo con Hubert von Herkomer, quien decía que «el arte, en sentido pleno, se hace para ti, para el pueblo», y estaba muy lejos de querer agradar especialmente a alguien. Precisamente porque Van Gogh se mostraba tan responsable frente a la realidad, supo reconocerla en toda su importancia social, viendo su función como artista en el empeño de «pelearse» con todas sus fuerzas y hasta su último aliento con las cosas de la vida, para poder configurar aquella verdad ideal escondida en ellas. En su diario se puede leer: «¿Pero es que no basta si una persona expresa claramente lo que quiere decir? No dudo que resulta más agradable escucharle si, además, sabe expresar sus pensamientos de forma bonita. Pero eso no añade mucha belleza a la verdad, que ya de por sí es bella.»

Un arte que exprese las necesidades espirituales y las esperanzas de la humanidad juega un importantísimo papel para la educación moral. O al menos está llamado a hacerlo. Y si no se consigue es porque hay algo en la sociedad que está desordenado. Nunca se deben plantear al arte tareas meramente utilitaristas y pragmáticas. Si en una película se hace patente una intención de este tipo, entonces se está destruyendo su unidad artística. Pues el efecto del cine, como de cualquier otro arte, es mucho más complejo y profundo. Tiene una influencia positiva sobre los hombres por el mero hecho de su existencia, estableciendo aquellos vínculos espirituales que hacen que la humanidad sea realmente una comunidad. Y también conforma aquel ambiente moral en que el propio arte se renueva y perfecciona continuamente, como en un humus. Y si esto no es así, se va estropeando como las manzanas de un huerto abandonado, que se ha vuelto a transformar en desordenada jungla. Si el arte no se utiliza según su meta, muere, y eso quiere decir que ya nadie lo necesita.

En mi experiencia profesional, he podido comprobar muchas veces que una película sólo causa efectos emocionales en el espectador si su estructura externa, emotiva, de imágenes, nace de la memoria de su autor, si lo que muestra en imágenes corresponde a sus propias impresiones vitales. Sin embargo, si una escena está construida a base de especulación, dejará frío al espectador, incluso cuando se ha realizado de forma convincente, pero según la receta de una base literaria. Y aunque una película así, al verla, le resulte a alguno interesante y bien realizada, en realidad no será capaz de sobrevivir; su pronta muerte es inevitable.

Por lo tanto, como desde un punto de vista objetivo no se puede contar con la experiencia del espectador tal como se hace en la literatura, que presupone una adaptación estética a la que se llega en la recepción de cada lector, el director de cine tiene que transmitir a los demás sus experiencias con la mayor sinceridad posible. Pero esto no es tan fácil como parece: hace falta gran capacidad de decisión. Y por eso, aun hoy, cuando tanta gente ha encontrado la posibilidad de hacer películas, sigue siendo un arte que dominan muy pocas personas en todo el mundo.

Yo, por ejemplo, no estoy nada de acuerdo con el modo de trabajar de Sergei Eisenstein, con sus fórmulas intelectuales, con sus planos en clave. Mi modo de transmitir experiencias al espectador se diferencia radicalmente del de Eisenstein. Por supuesto que es de justicia decir que Eisenstein ni siquiera hizo el intento de transmitir a alguien sus propias experiencias, sino que pretendía transmitir ideas en forma pura. Detrás de ello hay una concepción del cine que a mí me resulta completamente extraña. Y el montaje de Eisenstein me parece que contradice todo el fundamento del efecto específico del cine… Quita a los espectadores el mayor privilegio que tienen, el que le puede ofrecer el cine, por su modo peculiar de recepción, a diferencia de la literatura y la filosofía: el privilegio de sentir como vida propia aquello que se está desarrollando en pantalla, de asumir una experiencia fijada de modo temporal como una experiencia propia, profundamente personal, de poner la propia vida en relación con lo que se muestra en la pantalla.

La forma de pensar de Eisenstein es despótica. Le quita a uno «el aire», aquello que es inexpresable, que quizá sea incluso la característica más notoria del arte: lo que permite al espectador relacionar una película consigo mismo. Y en el fondo no quiero hacer películas que presenten discursos retóricos y propagandísticos, sino vivencias que puedan ser revividas en la intimidad del espectador. Aquí reside precisamente mi responsabilidad para con el espectador y creo poder transmitirle una vivencia única, una vivencia tan necesaria para él que sólo por ella entre en la sala oscura de cualquier cine.

Todo el que quiera puede ver mis películas como un espejo en el que se ve a sí mismo. Si el arte cinematográfico fija sus ideas en formas muy cercanas a la vida y organiza ésta de forma que sea perceptible sobre todo desde el punto de vista emocional, entonces el espectador puede hacer referencias a él recurriendo sin más a la propia experiencia. Pero esto no sucederá si nos mantenemos firmes en lo ya expuesto, si es que se mantiene la fórmula especulativa del «plano poético», es decir, de un plano con una puesta en escena que acentúe la parte intelectual.

Para mí, como ya he dicho, es absolutamente imprescindible que uno oculte sus propias intenciones. Si insiste en ellas, quizá el resultado sea una obra de arte más actual, en el sentido cotidiano de la expresión. Pero será una obra de arte de un significado mucho más perecedero. En ese caso, el arte no se ocupa de profundizar en su naturaleza, sino que se pone al servicio de la propaganda, del periodismo, de la filosofía y de otras ciencias afines, con lo cual adopta funciones meramente utilitarias.

El carácter de verdad de un fenómeno reproducido en el arte se revela en un intento de reconstrucción de todas las referencias lógicas que contiene la vida. Aunque el artista, en el cine, al seleccionar y unir entre sí hechos de un «bloque temporal», no es totalmente libre. Su personalidad de artista se mostrará con toda claridad, de forma involuntaria, inevitable.

La realidad se basa en innumerables relaciones de causa y efecto, de las cuales un artista sólo puede recoger una parte determinada. Por ello sólo tendrá que tratar con aquellas que él mismo ha sabido captar y reproducir. Aquí es donde se mostrará su individualidad y singularidad. Cuanto más empeñado esté un autor en conseguir el realismo en su reproducción, tanto mayor es su responsabilidad. Un artista tiene que ser sincero. Necesita tener las manos limpias.

La desgracia (o el motivo principal de que surja el arte cinematográfico) es que frente a la cámara nadie está en condiciones de reconstruir su propia verdad. Por eso carece de sentido aplicar al cine el concepto de «naturalismo» que, al menos para los críticos soviéticos, es una ofensa (bajo «naturalismo » entienden las tomas excesivamente crueles: «naturalismo » fue también uno de los principales reproches contra Andrei Rublev, donde algunos quisieron descubrir una estilización consciente de la crueldad). Toda persona tiende a creer que el mundo es lo que él ve y percibe. Pero desgraciadamente el mundo es completamente distinto. Sólo en el proceso de la vida práctica del hombre, la «cosa en sí» pasa a ser una «cosa para nosotros». Aquí radica también el sentido de los procesos cognitivos del hombre. El conocimiento del mundo por parte del hombre queda limitado durante esos procesos gracias a los sentidos que le han sido otorgados por su naturaleza. Pero si —como escribía Nikolai Gumilyov[49]— pudiéramos desarrollar un órgano para el «sexto sentido», el mundo indudablemente se nos presentaría en dimensiones muy distintas. Del mismo modo, el artista se ve limitado por su visión del mundo, por su comprensión de qué es lo que da unidad al mundo que le rodea. También de aquí se desprende lo absurdo de un naturalismo cinematográfico, como si la cámara fijara las cosas de modo aleatorio, sin principio artístico alguno, en «estado natural», por llamarlo de alguna manera. Un naturalismo así sencillamente no existe.

Otra cosa totalmente distinta es el «naturalismo» inventado por los críticos y utilizado como fundamento teórico, por así decir «objetivo» y «científico», para expresar sus dudas sobre la justificación de una visión artística de los hechos que les hace ponerse en movimiento para proteger a los espectadores de crueldades. Es éste un «problema» destacado por los «protectores » del espectador, que quieren prescribir a uno que no haga otra cosa que acariciar los ojos y los oídos del público. Reproches de este tipo se podrían hacer también contra dos directores que hoy son casi dos monumentos del cine: Sergei Eisenstein y Alexander Dovzhenko. O también contra documentales sobre campos de concentración, insoportables por su inimaginable verdad sobre el sufrimiento humano y sobre la muerte.

Cuando a ciertas escenas de mi Andrei Rublev, aisladas de su contexto (por ejemplo, el episodio del cegamiento o también ciertas escenas de la conquista de Vladimir), se las acusó de «naturalismo», la verdad es que ni entonces ni ahora entendí el sentido de tales acusaciones. Yo no soy un artista de salón, no soy responsable de que mi público esté de buen humor…

En todo caso, se me debería acusar si, en mi arte, mintiera. Si, aprovechando la «autenticidad» patente del arte cinematográfico en sí, utilizando por tanto sus formas y efectos más convincentes, pretendiera una cercanía completa a la realidad, mientras que la estuviera falseando con alguna intención concreta.

No es casualidad que ya al principio hablara de la responsabilidad «penal» del artista en el cine. A algunos les parecerá exagerado. Pero con esa exageración quiero destacar el hecho de que en la categoría artística más eficaz hay que trabajar también con especial sentido de la responsabilidad. Pues con los medios específicos del cine se puede corromper al público con más facilidad y rapidez, dejándolo inerte en su interior, que con los medios de las artes antiguas, tradicionales.

Dostoievski escribió en cierta ocasión: «Se dice que la creación artística debe reproducir la vida, etc. Tonterías: el escritor/ poeta crea la propia vida. Una vida que, además, no ha existido en esas dimensiones…» La idea de un artista surge en las dimensiones más profundas y más ocultas de su ser. No puede serle dictada por ninguna idea «exterior», objetiva, sino que necesariamente se halla unida a la psique y a la conciencia del artista, es un resultado de su completa actitud vital. En caso contrario, su empeño está condenado desde el principio a ser, en lo artístico, vacío e improductivo. Por supuesto que uno puede dedicarse de forma meramente profesional al cine o a la literatura, sin necesidad de ser un artista; pero, en ese caso, es algo así como un mero realizador de ideas ajenas.

Una idea realmente artística es siempre para el artista algo atormentador, algo casi peligroso para su vida. Su realización sólo se puede comparar a un paso decisivo en la vida de una persona. Esto siempre ha sido así para todo el que se ha introducido en el mundo del arte. Aun así, a veces se tiene la impresión de que hoy nos dedicamos más o menos a contar de nuevo viejas historias. Como si el público viniera a vernos como a un vieja, con su pañuelo y su labor de costura y nosotros tuviéramos que entretenerles con nuestras historias. Una narración puede ser algo entretenido, divertido. Pero al público no le proporciona otra cosa que una pérdida de tiempo a base de cotilleos vanos.

¿Por qué tenemos tanto miedo a asumir responsabilidades en nuestro trabajo cinematográfico? ¿Por qué nos aseguramos tanto desde el principio que el resultado es tan carente de riesgo como de importancia? ¿No será porque quedemos que nuestro trabajo se vea recompensado con dinero y confort? En este punto convendría comparar la arrogancia de los artistas modernos con la modestia del desconocido constructor de la catedral de Chartres. Convendría que el artista destacara por cumplir su deber, sin más, olvidado de sí mismo. Y esto es algo que todos hemos olvidado, hace ya tiempo. Una persona que trabaja en una fábrica o en el campo, que produce valores materiales, bajo las condiciones socialistas se considera el amo de la vida. Y una persona así gasta su dinero para que le den un poquito de «entretenimiento», algo que le prepararán diligentes «artistas». Pero la diligencia de estos «artistas» está marcada por la indiferencia: están robando cínicamente a aquella persona honrada y trabajadora su tiempo, aprovechándose de su debilidad, su falta de conocimientos y de experiencia estética para destrozarle intelectualmente y al tiempo para ganar dinero. La actividad de tales «artistas» es deleznable. Un artista de verdad, sin embargo, sólo tiene derecho a una actividad creativa si para él es una necesidad vital. Si esa creación es no sólo una actividad casual, secundaria, sino la única forma de existencia de su yo, un yo creativo.

En el caso de la literatura no es muy importante qué libro se escriba. En cierto sentido, eso es un asunto privado del autor, puesto que al fin y al cabo el lector decide qué libro va a comprar y qué libro va almacenando polvo en los estantes de una librería. Algo similar se da en el cine sólo a nivel formal, puesto que el espectador puede decidir qué película va n ver… Pero en realidad la producción cinematográfica precisa de aportes de capital enormes, a veces incluso espectaculares, que además siguen creciendo durante el proceso de producción y obligan luego a las distribuidoras a conseguir todos los beneficios posibles. En el fondo, nosotros vendemos nuestros productos y eso hace que aún tengamos más responsabilidad por nuestra «mercancía». Tengo que decir que muchas veces me he maravillado de la forma tan concentrada de trabajar que posee Robert Bresson. No hay una sola película suya que sea fruto de la casualidad o de una «solución provisional». El ascetismo de sus medios expresivos le deja a uno sin aliento. Por su seriedad y su profundidad es uno de esos maestros en la dirección cuyas películas pasan a ser un hecho en su vida espiritual. Es patente que sólo las debe rodar en situaciones interiores extremas. ¿Por qué? Eso nadie lo sabe. En Gritos y susurros, la película de Ingmar Bergman, hay un episodio muy poderoso, quizá el más importante de la película: dos hermanas van a la casa de sus padres, y allí muere la mayor de ellas. La espera de la muerte es el punto de partida de esta película. Y mientras están juntas hay un momento en que se sienten fuertemente atraídas; empiezan a hablar y a hablar y a hacerse caricias. Y todo eso crea la sensación de una sobrecogedora cercanía humana, algo deseado y muy frágil… Es deseada también porque momentos así son muy raros en las películas de Bergman o tan sólo se insinúan. En sus películas, las hermanas a menudo no pueden reconciliarse entre sí, no se perdonan ni siquiera a las puertas de la muerte. Suelen estar llenas de odio, dispuestas a atormentarse mutuamente. En esa escena de su breve aproximación, Bergman, en lugar de diálogo, ofrece una suite para violín de Bach, lo que refuerza inmensamente la impresión y concede a ese momento una dimensión de profundidad.

Qué duda cabe que ese viaje, positivamente tan destacado, hacia regiones espiritualmente más altas, en Bergman es una ilusión, un sueño: lo que no es, no puede ser. Y precisamente esto es aquello hacia lo que tiende el espíritu humano, aquello con lo que está acorde: la armonía vivida como un ideal que se ha hecho tangible precisamente en este momento. Pero incluso ese viaje que es mera ilusión permite al hombre una catarsis, una purificación interior y una liberación, con ayuda del arte. Con lo dicho aquí quiero subrayar que soy un adepto de aquel arte que porta en sí el ansia de lo ideal, que tiende hacia éste. Estoy a favor de un arte que dé al hombre esperanza y fe. Cuanto más desesperanzado es el mundo del que el artista extrae su material, más claramente hará que se sienta el ideal contrario: si no es así, no vale la pena vivir.

El arte simboliza el sentido de nuestra existencia.

¿Por qué motivos intenta él artista perturbar aquella estabilidad hacia la que tiende la sociedad? En laMontaña mágica, de Thomas Mann, dice Settembrini: «Espero, señor ingeniero, que no tenga nada en contra de la maldad. Para mí, es el. alma más brillante de la razón contra las fuerzas de la oscuridad y de la fealdad. La maldad, señor mío, es el espíritu de la crítica, y la crítica supone el origen del progreso y de la ilustración.» El artista intenta perturbar la estabilidad de una sociedad en pro de su tendencia hacia lo ideal: la sociedad tiende a la estabilidad; el artista, en cambio, a la eternidad. A él le preocupa la verdad absoluta, por lo que mira siempre hacia adelante, descubriendo así las cosas antes que los demás.

En todas mis películas me he esforzado por establecer lazos de unión que aúnen a las personas (dejando de lado los intereses meramente materiales). Lazos de unión que, por ejemplo, a mí mismo me unen a la humanidad y que a todos nosotros nos ligan con lo que nos rodea. Tengo que sentir imperiosamente mi continuidad espiritual y el hecho de que no me encuentro por azar en este mundo. Dentro de cada uno de nosotros tiene que haber una determinada escala de valores. En El espejo intenté transmitir el sentimiento de que Bach, Pergolesi, la carta de Pushkin, los soldados pasando el Sivasch y esas escenas hogareñas tan íntimas tienen en cierto sentido el mismo valor para cualquier hombre. Para la experiencia intelectual de una persona, lo que le sucedió a él personalmente ayer por la tarde y lo que le aconteció a la humanidad hace siglos, puede tener el mismo valor.

En todas mis películas me ha resultado importante el tema de mis raíces, de mis lazos con la casa de mis padres, con la niñez, la patria, la tierra. De forma necesaria tenía que subrayar mi pertenencia a una tradición y una cultura concretas, a un determinado círculo de personas e ideas.

Para mí, son extraordinariamente importantes las tradiciones culturales rusas que proceden de Dostoievski. Ahora bien, en la Rusia moderna no sólo no han llegado a desarrollarse plenamente, sino que más bien se hallan descuidadas o incluso ignoradas por completo. Hay para esto varios motivos, y el más importante de todos es que dicha tradición es radicalmente incompatible con el materialismo. Otro de los motivos de que la recepción de Dostoievski en la Rusia actual sea más bien discreta es la crisis interior, tan característica de los personajes de este autor, de su propia obra y también de la de sus continuadores. ¿Por qué se le tiene tanto miedo en la Rusia moderna a ese estado de «crisis interior»?

Para mí, una crisis interior es siempre un signo de salud. En mi opinión, no supone otra cosa que un intento de volver a encontrar el propio yo, de conseguir una nueva fe. Entra en un estado de crisis interior todo aquel que se plantea problemas intelectuales. Esto es perfectamente lógico, puesto que el alma ansia armonía, mientras que la vida está llena de disonancia. En esta contradicción se halla el estímulo para el movimiento, pero también la fuente de nuestro dolor y de nuestra esperanza. Es esa contradicción la confirmación de nuestra profundidad interior, de nuestras posibilidades espirituales.

De esto trata Stalker: su protagonista pasa momentos de desesperación. Su fe se tambalea, pero una y otra vez siente su vocación de servir a los demás, a los que han perdido sus esperanzas e ilusiones. Para mí fue extremadamente importante que en esta película el guión mantuviera la unidad de tiempo, espacio y acción. Y si en El espejo me parecía interesante montar material documental, sueños, apariciones, esperanzas, intuiciones y recuerdos, es decir, todo el caos de las circunstancias, en Stalker no quería que hubiera ningún salto temporal entre las diversas partes. Pretendía que aquí todo el transcurso del tiempo se pudiera percibir dentro de un solo plano, que el montaje indicara en este caso tan sólo la continuación de los hechos. El plano no debía ser aquí ni una carga temporal ni cumplir la función de una organización del material de cara a la dramaturgia. Quería que todo contribuyera a dar la impresión de haber rodado la película entera en un solo plano. Este método tan sencillo, casi ascético, me parecía que encerraba grandes posibilidades. Por ello quité del guión todo aquello que me hubiera impedido trabajar con un mínimo absoluto de efectos exteriores. En este caso, lo que buscaba era una arquitectura sencilla y modesta para toda la estructura de la película.

Y con ello quería convencer aún más al público de que el cine —como instrumento artístico— tiene sus propias posibilidades, que no son menores que las de la literatura. Quería presentar la posibilidad que tiene el cine de observar la vida casi sin lesionar visible y gravemente el curso real de ésta. Para mí, es ahí donde radica la naturaleza verdaderamente poética del cine como arte.

Veía un cierto peligro en que esta simplificación extrema de la forma pudiera parecer rebuscada y manierista. Intenté escapar de esa impresión quitando a los planos todo lo que pudieran tener de nebuloso e indeterminado, que se suele identificar con el «ambiente poético» de una película. Normalmente se suele producir un ambiente de ese tipo de forma muy elaborada. Pero yo estaba convencido de que no me tenía que ocupar lo más mínimo por conseguirlo, pues al realizar el objetivo principal de un director de cine, eso se obtiene de forma natural. Cuanto más claramente se haya formulado ese objetivo principal, es decir, el sentido de lo que se va a mostrar, tanto más claramente aparecerá también el ambiente. Y con ese acorde principal empezarán a responder también las cosas, el paisaje y la entonación de los actores. Todo pasa a tener conexión entre sí, nada sigue siendo casual. Todo se halla encadenado, se superponen unas cosas a otras, y así Niirgc el ambiente como un resultado, una consecuencia, de esa concentración en lo esencial. Sin embargo, el querer crear un ambiente como tal sería una empresa terriblemente absurda, Por eso nunca me ha resultado familiar la pintura de los impresionistas, que se proponían representar lo efímero, el momento como tal. EnStalker, donde intenté concentrarme en lo esencial, el ambiente surgió —si se quiere— como producto «colateral». Y hasta se me antoja que actúa de forma más activa y emocionalmente más contagiosa que en mis películas anteriores.

¿Cuál era el tema principal que debía resonar en Stalker? Dicho en términos muy generales: ¿cuál es en verdad el valor de una persona y con qué tipo de persona nos encontramos cuando está sufriendo la pérdida de su dignidad? Me permito recordar que la meta de las personas que en esa película se encaminan hacia la zona es una habitación donde se cumplirán sus más secretas aspiraciones. Mientras atraviesan el curioso territorio de la zona, rumbo a esa habitación, Stalker narra al escritor y al sabio la historia, real o legendaria, de Dikoobras, que llegó a aquel lugar ansiado pidiendo que su hermano, de cuya muerte él era culpable, volviera a recobrar la vida. Pero cuando Dikoobras volvió de la «habitación» a su casa, se encontró repentinamente enriquecido. La zona le había regalado su verdadero deseo íntimo, y no aquello que había pretendido desear. Por eso, Dikoobras se ahorcó.

Y cuando nuestros protagonistas llegan al fin a su meta, tras haber vivido muchas experiencias, tras haber reflexionado mucho sobre sí mismos, no se deciden ya a traspasar realmente el umbral de aquella habitación, hacia la que se habían puesto en camino bajo riesgo de sus propias vidas. De repente han sido conscientes de que su estado moral interior, en el fondo, es trágicamente imperfecto. No han encontrado dentro de sí fuerzas morales suficientes como para creer en sí mismos. Su fuerza tan sólo ha bastado para dirigir una mirada hacia dentro de su propio ser. Y sólo eso ya les ha asustado profundamente.

Cuando en la taberna donde los tres están descansando entra la mujer del Stalker, el escritor y el científico son testigos de un extraño e incomprensible fenónemo. Allí hay una mujer que ha pasado por sufrimientos indecibles por culpa de su marido y ha tenido con él a un niño enfermo, pero ella sigue amándole de la misma forma desinteresada que en su juventud. Su amor y su devoción son el milagro final que se puede establecer en contra de la incredulidad, el cinismo, el envenenamiento de vacío moral del mundo moderno, de los cuales son víctimas tanto el escritor como el científico.

Tal vez fue en Stalker, cuando sentí por primera vez la necesidad de indicar con claridad y sin equívocos el valor supremo por el cual, como dicen, vive el hombre. Solaris trata sobre gente perdida en el cosmos que son obligados, les guste o no, a subir un peldaño más en la escalera del conocimiento en su afán de conocer cosas nuevas. Este afán de saber muestra aquí al hombre desde fuera, es a su modo algo realmente dramático, puesto que se ve acompañado de cierta intranquilidad y de carencias, de dolor y decepción, pues la verdad última es inalcanzable. A ello se añade que al hombre le ha sido dada una conciencia, que empieza a atormentarle en cuanto su comportamiento es contrario a las leyes morales. También la existencia de la conciencia es, en cierto modo, algo trágico.

Incluso en El espejo, que habla de los sentimientos profundos, eternos, no de los de breve flamear, esos lazos se convierten en una imposibilidad de comprender, en una incapacidad del protagonista, que no entiende por qué ha de sufrir eternamente por culpa de esos sentimientos, por ese amor y esas ataduras. En Stalker lo digo de forma abierta y yendo hasta las últimas consecuencias: el amor humano es ese milagro capaz de oponerse eficazmente a cualquier especulación sobre la falta de esperanza en nuestro mundo. Lo malo es que también nos hemos olvidado de qué es el amor.

En Stalker, el escritor reflexiona sobre el aburrimiento de la vida en un mundo sometido a reglas, en el que incluso la casualidad es el resultado de una ley que para nosotros era hasta entonces desconocida.

Quizá sea por eso por lo que el escritor está a gusto en la zona, donde se encuentra con algo desconocido, capaz de sorprenderle, de maravillarle. En realidad, lo que le maravilla es precisamente aquella mujer sencilla, con su fidelidad y sus valores humanos. ¿Es que realmente todo está sometido a la lógica? ¿Es que realmente todo se puede disgregar en sus partes componentes, todo se puede calcular?

En Stalker y en Solaris si algo no me interesaba era la ciencia-ficción. Pero, desgraciadamente, en Solaris aún hubo muchos elementos de ciencia-ficción, que distraían de lo esencial. Todas aquellas naves espaciales que aparecían en la novela de Stanislav Lem, indudablemente, estaban bien elaboradas y tenían su interés, pero, vistas las cosas desde hoy, opino que la idea fundamental de aquella película se habría expresado con mucha más claridad si hubiéramos prescindido de todo aquello. La ciencia-ficción no era en Stalker sino un punto de partida táctico, útil para ayudarnos a destacar aún más gráficamente el conflicto moral, que era lo esencial para nosotros. Pero en todo lo que le sucede en esa película al protagonista no hay ciencia-ficción de ningún tipo. La película se hizo de tal manera que el espectador podía tener la impresión de que todo' aquello podía suceder hoy mismo y de que la zona estaba muy próxima.

A menudo se me ha preguntado qué simboliza exactamente la zona y hay quien se ha lanzado a las más aventuradas hipótesis y sospechas. Preguntas y suposiciones de ese tipo siempre consiguen abocarme a la desesperación y a la cólera. En ninguna de mis películas se simboliza algo. La zona es sencillamente la zona. Es la vida que el hombre debe atravesar y en la que o sucumbe o aguanta. Y que resista depende tan sólo de la conciencia que tenga en su propio valor, de su capacidad de distinguir lo sustancial de lo accidental.

Considero que es un deber mío animar a la reflexión sobre lo específicamente humano y sobre lo eterno que vive dentro de cada uno de nosotros. Pero el hombre ignora una y otra vez lo humano y lo eterno, aunque tenga su destino en sus propias manos. Prefiere ir a la caza de ídolos engañosos, aunque al fin y al cabo, de todo aquello no quede más que esa partícula elemental con la que el hombre puede realmente contar en su vida: la capacidad de amar. Y esa partícula elemental puede ocupar en su alma una posición existencialmente definitiva, puede dar sentido a su existencia.


Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine
Traducción de Enrique Banús Irusta de la versión alemana de 1988: original ruso de 1984
Madrid, Ediciones Rialp, 1991
Foto: Andreï Tarkovski, 1986, por Hervé Guibert