8/14/2019

Tagore y el espíritu oriental en la poesía

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Por poco fundamentada que parezca la idea del paralelismo entre la vida humana  individual y la colectiva, se ha de reconocer que son muchos quienes recurrieron a ella para pensar la manifestación histórica del espíritu a través de distintos pueblos y que, con semejante explicación, llegaron a conclusiones satisfactorias. Para Hegel, por ejemplo, el mundo oriental corresponde a la infancia, cuyo punto de inicio se encuentra en la China imperial, cuando la subjetividad abstracta, fundida aún con el objeto de deseo, se muestra como capricho o ferocidad y, apegándose todavía a la cosa, conoce por intuición. En el caso de la India, esa determinación inmediata de lo externo se vuelve interior y entonces la realidad se idealiza gracias a la imaginación. En verdad, la exaltación de lo imaginado constituye una forma de negar el mundo, de modo que lo que antes era la unidad originaria se aparece aquí como un “dios en el vértigo de su ensueño”. Y esto significa que el espíritu figura un panteísmo en el que las entidades finitas de la naturaleza son sacralizadas, pero no el sujeto, cuyos productos se revelan como simples quimeras. De ahí que el yo termine por sacrificarse en el Nirvana ante el principio único, lo divino, que –rigurosamente considerado- es la nada misma. Desde la perspectiva universal, semejante “delirio del espíritu ilimitado” constituye un paso necesario en el proceso de diferenciación. Su manifestación estética se da originariamente en la poesía, ya que es el género literario que recoge más fielmente esa subjetividad que resultaría tan difícil de plasmar en otras artes. No hay duda de que, precisamente, eso fue lo que sucedió en la India. Los primeros textos, los Vedas, consistían en formas poéticas religiosas, que, con el correr del tiempo, se espiritualizaron, por ejemplo, en las Upanishads o en el Mahabhárata, especialmente el Bhagavad Gita, para derivar en una mística, sostenida por la idea de que el Señor del Universo se manifiesta una y otra vez en forma humana sobre este planeta, transmigrando de cuerpo en cuerpo con el propósito de liberar a sus devotos de las miserias del mundo ilusorio de los sentidos y desvincularlos de las limitaciones del ego, basadas en experiencias externas, meramente materiales. Como dice Hegel, esta poesía, que había alcanzado la perfección interior más acabada, permaneció encerrada en su ensimismamiento espiritual, “estacionaria e inmóvil”, como si se tratase de un ideal insuperable. Pero también quedó aislada porque casi no se tradujo a otras lenguas. La consecuencia es que en Occidente hoy desconocemos la lírica posterior a aquellos textos milenarios. 





Tagore y Victoria Ocamp.jpg


La excepción se encuentra, por supuesto, en la poesía del bengalí Rabindranath Tagore, quien consiguió salir del aislamiento gracias a su bilingüismo y a la concesión del premio Nobel en 1913. Ingresó en el ámbito hispanohablante mediante las talentosas versiones de sus libros, vertidos libremente del inglés al español por Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez. Es más, durante el trabajo conjunto iniciado con La luna nueva El jardinero, la pareja se enamoró. Igual que Paolo y Francesca –los amantes condenados en el infierno dantesco–, la poesía creó entre ellos un lazo erótico fundado en una verdadera intimidad espiritual. Desde luego, esto da la medida del poder del poeta para despertar la sensibilidad y transmitir el vínculo de amor que reúne a todo lo existente, con el cual logrará también inspirar la lírica posterior de Juan Ramón. El episodio podría describirse certeramente con las palabras del propio Tagore en La cosecha: 
Cuando tú vivías solo, no te conocías. Ninguna llamada, ningún mensaje llevaba el viento de una a otra orilla. Vine yo, y te despertaste, y los cielos florecieron con su luz.
Con larga barba blanca, ampulosa vestimenta, porte altivo y modales aristocráticos, heredados de una familia principesca, Tagore parecía inabordable a pesar de su dulzura y mansedumbre. A primera vista, la mirada convencional de Occidente lo percibía como un pasivo místico oriental, pero fue un activista polifacético: filósofo, reformador social, músico y prolífico escritor en distintos géneros: unos mil poemas, más de dos mil canciones, multitud de cuentos, novelas, cartas, obras de teatro y ensayos. Dedicado finalmente a la pintura y la pedagogía, fundó con sus propios medios económicos el centro educativo experimental de Santiniketan, una “morada de paz” y meditación, que terminó por convertirse en Universidad. También instituyó una organización cultural de protección a la mujer, desde donde combatió ciertas costumbres atávicas de la India, como los matrimonios infantiles, la condena de las viudas al ostracismo o a la quema y la intocabilidad de la casta inferior. Por otra parte, su actitud silenciosa y reposada no le impidió recorrermedio mundo derrochando su palabra y su magnetismo personal. Y así, logró la incorporación definitiva a la cultura hispana gracias al interés que despertó en Victoria Ocampo, la literata argentina que, transcurrido el tiempo, crearía la influyente revista Sur. Fue cuando Tagore llegó a Buenos Aires de paso hacia Perú, se encontró enfermo y no pudo continuar el viaje. Ella, que conocía su poemario Gitanjali y había intentado difundirlo, lo cobijó durante dos meses en Miralrío, la quinta de su prima, no muy lejos de la villa familiar de San Isidro. A pesar de su notable diferencia de edad –casi treinta años mediaban entre ellos– tuvieron una profunda y duradera relación afectiva, reflejada en la amplia obra escrita por ambos. Después del encuentro, Tagore publicó Purabi (“el Este en género femenino”), un libro sobre el amor, donde aparecen varios poemas dedicados a Victoria:

Parece que una vez ella fue mi estrella de la mañana,
que estaba detrás de la niebla de mi atardecer de hoy.
Navegó sin ser vista a través de las densas horas del día
para encontrarme al borde de la noche.
En la mañana sus canciones conmovieron mi sangre
con la atracción del camino.
En la tarde su silencio me habla
de lo que no conozco…

Cartero Tagore ALianza.jpg 

La proyección internacional le llegó a Tagore después de alcanzar la fama en su propio país, donde era admirado como un líder intelectual, a quien Mahatma Gandhi llamó “el gran centinela de la India”. Su contacto con el exterior se produjo al realizar estudios en Inglaterra y le sirvió para descubrir el desprecio del colonialismo ante su cultura, considerada salvaje y primitiva. Esto lo llevó a cuestionar la idea de civilización procedente de una Europa en la que el capitalismo industrial campaba a sus anchas y contrastar la espiritualidad de la India con el materialismo occidental. A resultas de aquel encontronazo, durante su primera etapa literaria el poeta se esforzó por rescatar y enaltecer las costumbres así como los valores artísticos, filosóficos o religiosos de su pueblo, destacando sus aportaciones a la historia mundial en una línea crítica que tiene puntos en común con la recuperación de España realizada por la Generación del 98. De hecho, Tagore dio impulso a un movimiento cultural de finales del siglo XIX conocido hoy con el nombre de “Renacimiento hindú”. No obstante, pronto se distanció del nacionalismo indio porque implicaba “la construcción de una nación según el modelo europeo”. El Estado Nación era para él “una maquinaria de comercio y de política que produce fardos de humanidad pulcramente comprimidos” y, por eso, trató de superar dicha parcelación de la espiritualidad colectiva –similar a la del ego en el plano individual-, adhiriendo a un cosmopolitismo “asiático”, es decir, contrario al materialismo. Paradójicamente, fueron dos países de su propio continente (China y Japón) los que se opusieron con mayor beligerancia a tales ideas. Es cierto que, a pesar de semejantes convicciones, aceptó el premio Nobel y el título de caballero del imperio británico, si bien, tras la masacre de Jallianwala Bagh, devolvió la última condecoración en señal de protesta. En cambio, compartió con Gandhi la llamada a la no violencia sin llegar a embarcarse en el proceso independentista, porque -según dijo- “no hay más que una historia: la del hombre, y todas las historias nacionales no son sino capítulos de la mayor”. En contra de su declaración o quizás incluso a favor de ella, dos de sus canciones se convirtieron en los himnos nacionales de Bangladesh e India.
La rehabilitación de las tradiciones vernáculas no le impidió crear formas literarias y estilos musicales originales hasta inducir una auténtica renovación. Hoy se recuerdan sus peculiares composiciones como clásicos dentro de la música bengalí y el estilo inventado por él se denomina “Rabindra” en su honor. El trasfondo de su poesía, en cambio, enraíza en el hinduismo de sus ancestros, cribado con una auténtica veneración por la naturaleza y la recuperación de la cotidianidad campesina. Sin duda, el tema central de su obra se encuentra en el amor, porque –para Tagore– éste “es el significado ultimado de todo lo que nos rodea; no, un simple sentimiento, sino la verdad, la alegría que está en el origen de toda creación”. Se trata de un amor sencillo y generoso, exento de dobleces o exigencias, centrado en la pura actualidad de la acción que se goza a sí misma y lo inunda todo impulsando cualquier acto creador:
No hay misterio en este amor más allá del presente
ni anhelo de alcanzar lo imposible
ni sombras tras el encanto
ni hay búsquedas en el abismo en la penumbra.
Este amor entre tú y yo
es tan simple como una canción.
Las palabras no nos sumen en el silencio eterno,
no elevamos las manos al vacío por cosas
que están más allá de la esperanza.
Únicamente dar y recibir…
Hemos estrujado la alegría al máximo
para extraerle el vino del dolor…
Este amor entre tú y yo
es tan simple como una canción.
Un amor, construido desde la humildad de quien trasciende su propio yo para admitir al otro de corazón, con sus virtudes y sus defectos, sin juzgar ni intentar cambiarlo, dejándolo ser tal como es. De ahí que no busque impresionar ni apabullar y privilegie las virtudes del silencio, la contemplación, la escucha, el acogimiento e, incluso, la timidez, en una erótica sublimada, donde lo espiritual se vivencia en continuidad con lo corporal:
No guardes sólo para ti el secreto de tu corazón,
amiga mía, dímelo, sólo a mí, en secreto.
Susúrrame tu secreto, tú que tienes unas sonrisa tan dulce;
mis oídos no lo oirán, sólo mi corazón.
La noche es profunda, la casa está silenciosa,
los nidos de los pájaros están envueltos por el sueño.
A través de tus lágrimas vacilantes,
a través de tus temerosas sonrisa,
a través de tu dulce vergüenza y tu tristeza,
dime el secreto de tu corazón.
Debido a su falta de imposiciones, este amor gratuito, que relativiza y consiente, permite descubrir el lugar cósmico de cada uno, resultando liberador:
El hombre en su esencia no debe ser esclavo, ni de sí mismo, ni de los otros, sino un amante. Su único fin está en el amor.
Por eso, sólo puede darse en situación de paridad, entre seres igualmente libres:
Tienen sed de amor, pero no pueden volar ala con ala.
Se miran a través de los barrotes de la jaula, pero su deseo es inútil.
Aletean y cantan: ‘Acércate más, amor mío’.
El pájaro libre grita: ‘No puedo, las puertas cerradas de tu jaula me dan
miedo’.
‘Ay, dice el cautivo, mis alas no tienen fuerza, han muerto’.

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