Por virginia moratiel
La excepción se encuentra, por supuesto, en la poesía del bengalí Rabindranath Tagore, quien consiguió salir del aislamiento gracias a su bilingüismo y a la concesión del premio Nobel
en 1913. Ingresó en el ámbito hispanohablante mediante las talentosas
versiones de sus libros, vertidos libremente del inglés al español por Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez. Es más, durante el trabajo conjunto iniciado con La luna nueva y El jardinero, la pareja se enamoró. Igual que Paolo y Francesca –los amantes condenados en el infierno dantesco–, la poesía
creó entre ellos un lazo erótico fundado en una verdadera intimidad
espiritual. Desde luego, esto da la medida del poder del poeta para
despertar la sensibilidad y transmitir el vínculo de amor que reúne a
todo lo existente, con el cual logrará también inspirar la lírica
posterior de Juan Ramón. El episodio podría describirse certeramente con
las palabras del propio Tagore en La cosecha:
Cuando tú vivías solo, no te conocías. Ninguna llamada, ningún mensaje llevaba el viento de una a otra orilla. Vine yo, y te despertaste, y los cielos florecieron con su luz.
Con larga barba blanca, ampulosa vestimenta, porte altivo y modales aristocráticos, heredados de una familia principesca, Tagore parecía inabordable a pesar de su dulzura y mansedumbre.
A primera vista, la mirada convencional de Occidente lo percibía como
un pasivo místico oriental, pero fue un activista polifacético:
filósofo, reformador social, músico y prolífico escritor en distintos
géneros: unos mil poemas, más de dos mil canciones, multitud de cuentos,
novelas, cartas, obras de teatro y ensayos. Dedicado finalmente a la
pintura y la pedagogía, fundó con sus propios medios económicos el
centro educativo experimental de Santiniketan, una “morada de paz” y meditación,
que terminó por convertirse en Universidad. También instituyó una
organización cultural de protección a la mujer, desde donde combatió
ciertas costumbres atávicas de la India, como los matrimonios
infantiles, la condena de las viudas al ostracismo o a la quema y la
intocabilidad de la casta inferior. Por otra parte, su actitud
silenciosa y reposada no le impidió recorrermedio mundo derrochando su
palabra y su magnetismo personal. Y así, logró la incorporación
definitiva a la cultura hispana gracias al interés que despertó en Victoria Ocampo, la literata argentina que, transcurrido el tiempo, crearía la influyente revista Sur.
Fue cuando Tagore llegó a Buenos Aires de paso hacia Perú, se encontró
enfermo y no pudo continuar el viaje. Ella, que conocía su poemario Gitanjali y
había intentado difundirlo, lo cobijó durante dos meses en Miralrío, la
quinta de su prima, no muy lejos de la villa familiar de San Isidro. A
pesar de su notable diferencia de edad –casi treinta años mediaban entre
ellos– tuvieron una profunda y duradera relación afectiva, reflejada en
la amplia obra escrita por ambos. Después del encuentro, Tagore publicó
Purabi (“el Este en género femenino”), un libro sobre el amor, donde aparecen varios poemas dedicados a Victoria:
Parece que una vez ella fue mi estrella de la mañana,
que estaba detrás de la niebla de mi atardecer de hoy.
Navegó sin ser vista a través de las densas horas del día
para encontrarme al borde de la noche.
En la mañana sus canciones conmovieron mi sangre
con la atracción del camino.
En la tarde su silencio me habla
de lo que no conozco…
La
proyección internacional le llegó a Tagore después de alcanzar la fama
en su propio país, donde era admirado como un líder intelectual, a quien
Mahatma Gandhi llamó “el gran centinela de la India”.
Su contacto con el exterior se produjo al realizar estudios en
Inglaterra y le sirvió para descubrir el desprecio del colonialismo ante
su cultura, considerada salvaje y primitiva. Esto lo llevó a cuestionar
la idea de civilización procedente de una Europa en la que el
capitalismo industrial campaba a sus anchas y contrastar la
espiritualidad de la India con el materialismo occidental. A resultas de
aquel encontronazo, durante su primera etapa literaria el poeta se
esforzó por rescatar y enaltecer las costumbres así como los valores
artísticos, filosóficos o religiosos de su pueblo, destacando sus
aportaciones a la historia mundial en una línea crítica que tiene puntos
en común con la recuperación de España realizada por la Generación del
98. De hecho, Tagore dio impulso a un movimiento cultural de finales del
siglo XIX conocido hoy con el nombre de “Renacimiento hindú”.
No obstante, pronto se distanció del nacionalismo indio porque
implicaba “la construcción de una nación según el modelo europeo”. El Estado Nación era para él “una maquinaria de comercio y de política que produce fardos de humanidad pulcramente comprimidos”
y, por eso, trató de superar dicha parcelación de la espiritualidad
colectiva –similar a la del ego en el plano individual-, adhiriendo a un
cosmopolitismo “asiático”, es decir, contrario al materialismo.
Paradójicamente, fueron dos países de su propio continente (China y
Japón) los que se opusieron con mayor beligerancia a tales ideas. Es
cierto que, a pesar de semejantes convicciones, aceptó el premio Nobel y
el título de caballero del imperio británico, si bien, tras la masacre
de Jallianwala Bagh, devolvió la última condecoración en señal de
protesta. En cambio, compartió con Gandhi la llamada a la no violencia
sin llegar a embarcarse en el proceso independentista, porque -según
dijo- “no hay más que una historia: la del hombre, y todas las historias nacionales no son sino capítulos de la mayor”.
En contra de su declaración o quizás incluso a favor de ella, dos de
sus canciones se convirtieron en los himnos nacionales de Bangladesh e
India.
La rehabilitación de las tradiciones
vernáculas no le impidió crear formas literarias y estilos musicales
originales hasta inducir una auténtica renovación. Hoy se recuerdan sus
peculiares composiciones como clásicos dentro de la música bengalí y el
estilo inventado por él se denomina “Rabindra” en su honor. El trasfondo
de su poesía, en cambio, enraíza en el hinduismo de sus ancestros,
cribado con una auténtica veneración por la naturaleza y la
recuperación de la cotidianidad campesina. Sin duda, el tema central de
su obra se encuentra en el amor, porque –para Tagore– éste “es el
significado ultimado de todo lo que nos rodea; no, un simple
sentimiento, sino la verdad, la alegría que está en el origen de toda
creación”. Se trata de un amor sencillo y generoso, exento de dobleces o
exigencias, centrado en la pura actualidad de la acción que se goza a
sí misma y lo inunda todo impulsando cualquier acto creador:
No hay misterio en este amor más allá del presente
ni anhelo de alcanzar lo imposible
ni sombras tras el encanto
ni hay búsquedas en el abismo en la penumbra.
Este amor entre tú y yo
es tan simple como una canción.Las palabras no nos sumen en el silencio eterno,
no elevamos las manos al vacío por cosas
que están más allá de la esperanza.
Únicamente dar y recibir…
Hemos estrujado la alegría al máximo
para extraerle el vino del dolor…
Este amor entre tú y yo
es tan simple como una canción.
Un amor, construido desde la humildad de
quien trasciende su propio yo para admitir al otro de corazón, con sus
virtudes y sus defectos, sin juzgar ni intentar cambiarlo, dejándolo ser
tal como es. De ahí que no busque impresionar ni apabullar y privilegie
las virtudes del silencio, la contemplación, la escucha, el acogimiento
e, incluso, la timidez, en una erótica sublimada, donde lo espiritual se vivencia en continuidad con lo corporal:
No guardes sólo para ti el secreto de tu corazón,
amiga mía, dímelo, sólo a mí, en secreto.
Susúrrame tu secreto, tú que tienes unas sonrisa tan dulce;
mis oídos no lo oirán, sólo mi corazón.
La noche es profunda, la casa está silenciosa,
los nidos de los pájaros están envueltos por el sueño.
A través de tus lágrimas vacilantes,
a través de tus temerosas sonrisa,
a través de tu dulce vergüenza y tu tristeza,
dime el secreto de tu corazón.
Debido a su falta de imposiciones, este
amor gratuito, que relativiza y consiente, permite descubrir el lugar
cósmico de cada uno, resultando liberador:
El hombre en su esencia no debe ser esclavo, ni de sí mismo, ni de los otros, sino un amante. Su único fin está en el amor.
Por eso, sólo puede darse en situación de paridad, entre seres igualmente libres:
Tienen sed de amor, pero no pueden volar ala con ala.
Se miran a través de los barrotes de la jaula, pero su deseo es inútil.
Aletean y cantan: ‘Acércate más, amor mío’.
El pájaro libre grita: ‘No puedo, las puertas cerradas de tu jaula me dan
miedo’.
‘Ay, dice el cautivo, mis alas no tienen fuerza, han muerto’.
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