Tres poemas del Cuaderno de Milán.
POR Alejandro Oliveros
Milosz en Berkeley
“No sé cuántos vodkas habré tomado hoy.
Ya no tengo la resistencia de mi juventud,
cuando el sol llegaba a diario a mi puerta
y las flores perfumaban cada mañana.
Entonces no me deprimía, como ahora,
y las reuniones terminaban a menudo
en excesos y sexo. Así encontré aquel
pubis dorado de una de mis estudiantes;
una estrella brillando al final de superficies
turgentes y sedosas. Una casa iluminada,
con sus patios y zaguanes, acaso la única
que ha estado para mí. He debido morir
allí mismo, a los pies de ese cuerpo
más amable y ondulado que mi Lituania natal”.
Milosz termina el último trago
de esta tibia noche de primavera.
En Berkeley, los cerezos han florecido
tardíamente. “Así era en Latvia, al menos
ese año, hace ya tanto tiempo.
¿Que estará haciendo a esta hora
mi lituana y dulce Sveta de ajenjo y anís,
ahora que llega la tristeza de abril?”
Fue un error no haber muerto ese día,
con la boca llena de hebras de oro.
Ya no tengo la resistencia de mi juventud,
cuando el sol llegaba a diario a mi puerta
y las flores perfumaban cada mañana.
Entonces no me deprimía, como ahora,
y las reuniones terminaban a menudo
en excesos y sexo. Así encontré aquel
pubis dorado de una de mis estudiantes;
una estrella brillando al final de superficies
turgentes y sedosas. Una casa iluminada,
con sus patios y zaguanes, acaso la única
que ha estado para mí. He debido morir
allí mismo, a los pies de ese cuerpo
más amable y ondulado que mi Lituania natal”.
Milosz termina el último trago
de esta tibia noche de primavera.
En Berkeley, los cerezos han florecido
tardíamente. “Así era en Latvia, al menos
ese año, hace ya tanto tiempo.
¿Que estará haciendo a esta hora
mi lituana y dulce Sveta de ajenjo y anís,
ahora que llega la tristeza de abril?”
Fue un error no haber muerto ese día,
con la boca llena de hebras de oro.
***
Nirgua 1960
“Llévalo a dar una vuelta”, le dice
mi padre al chofer, mientras se instala
en una mesa del Hotel Nirgua.
Mi primera visita a la ciudad paterna.
“Esta era la casa de ustedes”, y el hombre
señala un caserón abandonado en una esquina
de la Plaza Bolívar. “Una vez, tu abuelo
se trajo de Valencia un pintor italiano
para que le pintara las paredes
como una iglesia. A tu papá
no le gusta hablar de estas cosas”.
En el pueblo, viejas construcciones
con nuestro apellido, el liceo, el hospital; obras
de un misterioso antepasado, presbítero y médico.
Nirgua era la espina en el corazón
de mi padre; no volvería a verla
después de su apresurada mudanza.
Atrás, quedaban la ruinas del reino
que estuvo para él: los reflejos
de azules bosques en el ojo de su pony;
el brillo de imaginarias vetas de oro
en las orillas del río; las estrellas
en las altas ramas del mango.
“Tu abuelo tenía muchas tierras
sembradas de café y tabaco,
pero todas las perdió jugando ajiley,
de todo eso, no les quedó ni una teja”.
Regresamos a Valencia, el silencio
era lo único que yo escuchaba
en los valles y colinas de mis doce años.
mi padre al chofer, mientras se instala
en una mesa del Hotel Nirgua.
Mi primera visita a la ciudad paterna.
“Esta era la casa de ustedes”, y el hombre
señala un caserón abandonado en una esquina
de la Plaza Bolívar. “Una vez, tu abuelo
se trajo de Valencia un pintor italiano
para que le pintara las paredes
como una iglesia. A tu papá
no le gusta hablar de estas cosas”.
En el pueblo, viejas construcciones
con nuestro apellido, el liceo, el hospital; obras
de un misterioso antepasado, presbítero y médico.
Nirgua era la espina en el corazón
de mi padre; no volvería a verla
después de su apresurada mudanza.
Atrás, quedaban la ruinas del reino
que estuvo para él: los reflejos
de azules bosques en el ojo de su pony;
el brillo de imaginarias vetas de oro
en las orillas del río; las estrellas
en las altas ramas del mango.
“Tu abuelo tenía muchas tierras
sembradas de café y tabaco,
pero todas las perdió jugando ajiley,
de todo eso, no les quedó ni una teja”.
Regresamos a Valencia, el silencio
era lo único que yo escuchaba
en los valles y colinas de mis doce años.
Reyes Magos
A hard time we had of it. S. Eliot
Alessandro se va a la cama después
de dejar en la puerta tres platicos rojos
con panetón y leche para los Reyes Magos.
Afuera, el creciente ilumina
la gélida noche milanesa. Mañana
descubrirá que, aprovechando
su ausencia, y la brillante luna de enero,
los monarcas pasaron y dieron cuenta
de la merienda. Los Reyes Magos
de Alessandro siempre tienen hambre.
Después de todo, fue un largo viaje
que incluyó procelosos mares, montañas
nevadas y el río Po con sus arrozales.
Además, no contaban con los altos
precios de las posadas, la avidez
de los comerciantes, y la indiferencia
de una gente que no sabe de apariciones
ni epifanías. Justo en lo peor del invierno.
Alessandro abre sus regalos, mientras
los tres sabios regresan a sus reinos,
convencidos de que será aquí, en Milán,
donde un día sus camellos descansarán.
de dejar en la puerta tres platicos rojos
con panetón y leche para los Reyes Magos.
Afuera, el creciente ilumina
la gélida noche milanesa. Mañana
descubrirá que, aprovechando
su ausencia, y la brillante luna de enero,
los monarcas pasaron y dieron cuenta
de la merienda. Los Reyes Magos
de Alessandro siempre tienen hambre.
Después de todo, fue un largo viaje
que incluyó procelosos mares, montañas
nevadas y el río Po con sus arrozales.
Además, no contaban con los altos
precios de las posadas, la avidez
de los comerciantes, y la indiferencia
de una gente que no sabe de apariciones
ni epifanías. Justo en lo peor del invierno.
Alessandro abre sus regalos, mientras
los tres sabios regresan a sus reinos,
convencidos de que será aquí, en Milán,
donde un día sus camellos descansarán.
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