4/06/2015

Los sofismas de la literatura nacionalista, por Ernesto Sabato

Ernesto_Sabato texto

Cada vez que un film describe la vida del  gaucho en el siglo pasado o problemas de los indios en un pueblo del noroeste, numerosos críticos e instituciones se felicitan de que nuestro arte vuelva a sus sanas y permanentes raíces. Y cada vez que un director describe el drama o un drama de algún estudiante o contrabandista o borracho de la ciudad, reaparecen los que reprochan el cosmopolitismo de nuestros creadores.
El folklore tiene sus méritos propios, pero no puede ser tomado como fundamento necesario de un arte nacional. Ni Bach, ni Kafka tienen raíz folklórica. Y, al revés, infinidad de productos surgidos del folklore demuestran que tampoco es suficiente para la creación de un arte grande.
Basándose o no en el folklore, todo gran arte va más allá, penetrando en una región más profunda y universal. Si Martín Fierro tiene importancia no es porque trate de gauchos, ya que también las novelas de Gutiérrez lo hacen sin que por eso sobrepasen los límites del folletín pintoresco; tiene importancia porque Hernández no se quedó en el mero gauchismo, porque las angustias y las contradicciones de su protagonista, en sus generosidades y mezquindades, en su soledad y en sus esperanzas, en su sentimiento frente al infortunio y a la muerte, encarnó atributos universales del hombre.
La clave no ha de ser buscada ni en el folklore ni en el nacionalismo de los temas y vestimentas: hay que buscarla en la profundidad. Si un drama es profundo, ipso facto es nacional, porque lo sueños de que están tejidos los seres de la ficción surgen de ese ámbito oscuro que tiene sus cimientos en la infancia y en la patria; que aunque no se lo proponga, y a veces porque no se lo propone, expresa de una manera o de otra los sentimientos y ansiedades, los dilemas raciales, los conflictos psicológicos que forman el sustrato de una nación en el instante de su historia. De ese modo, Shakespeare fue el más grande escritor nacional de Inglaterra escribiendo tragedias que a veces ni siquiera se desarrollan en su patria. A la inversa, si una obra es superficial, no la salva su “nacionalismo”, que entonces no pasa de ser más que un simulacro, como sucede con tantos novelones nuestros a base de gauchos apócrifos o malevos pintorescos.
Es hora de terminar con esa demagogia que nos recomienda un conventillo de San Telmo como realidad nacional y que, en cambio, rechaza el gris departamento de un gris profesor que vive en la calle Charcas. Es una idea muy singular la que estos críticos tienen de la realidad. Más querealismo esa posición estética debería ser denominada suburbanismo; posición nueva y aniquiladora que anonada la existencia de los seres, edificios, estatuas, profesiones y lenguajes que no pertenecen al estricto territorio del arrabal. Para esos ontólogos de nuestra ficción, un compadrito de Avellaneda es real, mientras el modesto profesor de geografía del barrio Norte es un transparente objeto ideal, apenas digno de figurar en el museo de Meinong. Según ellos, toda la obra de Kafka debería ser denunciada como falsa, porque no describe las costumbres de los mataderos de Praga.
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Del libro: El escritor y sus fantasmas (Seix Barral, 1998)

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