Agota Kristof
Por Alejandro Oliveros.
Agota Kristof pertenece a lo que podríamos llamar la “Generación del ’56” de escritores húngaros. Todavía niños al final de la Segunda Guerra, recordaban el terror de la invasión alemana de 1944 y la aún más terrorífica ocupación soviética. Una experiencia compartida con los países de la ominosa Cortina de Hierro. Sólo que agravada por el resentimiento de Stalin y las autoridades soviéticas, que no le perdonaban a Hungría haberse sumado a la alianza del Eje al final la guerra. La “dictadura del proletariado”, con todos sus rigores, se estableció en el país con la colaboración de la dirigencia comunista húngara. La oposición de grandes sectores de la población estudiantil y trabajadora, estimuló una protesta que llevó al gran enfrentamiento que se produjo en otoño de 1956, tres años después de la muerte de Stalin. Lo que comenzó con manifestaciones estudiantiles en Budapest, habría de extenderse hasta provocar la sangrienta respuesta soviética que dejó, con su invasión, más de 33.000 víctimas fatales, varios millares de heridos y provocó la salida de más de 200.000 refugiados en aquel frío noviembre del ’56.
Entre los refugiados, un activista político huyendo de una segura prisión, su esposa, y su hija de apenas cuatro meses. En la noche oscura del bosque, iluminada apenas por el resplandor de las explosiones, en medio de un silencio fracturado por el ruido de las ráfagas y disparos, la reducida familia, con un grupo de otros emigrantes, se dirigió a la frontera con Austria. Los riesgos no eran desconocidos, la transgresión seguramente sería penalizada por nuevos fusilamientos. Al final de la noche suspendida llegaron al vecino país, donde fueron tratados con generosidad por los austríacos. Algunas semanas después la familia se trasladaría a Suiza, a Neuchâtel, donde la joven madre encontraría trabajo en una fábrica de relojes, por supuesto. Su nombre, Agota Kristof, y ella misma refiere la circunstancias de su exilio en La analfabeta, el más breve y, seguramente, más intenso libro de memorias publicados a finales del novecientos:
La cosa extraña es que son pocos los recuerdos que tengo de todo esto.como si todo hubiese sido un sueño o sucedido en otra vida.Como si la memoria se negase a recordar el momento en el cualHabía perdido una parte importante de mi vida.En Hungría dejé mi diario y mis primeros poemas. Allí dejémis hermanos y mis padres, sin avisarles, sin decirles adiósni despedirme. Pero, sobre todo, ese día, ese día de fines denoviembre de 1956, perdí definitivamente mi pertenenciaa un pueblo. Cómo sería mi vida si no hubiese abandonadomi país? Más dura, más pobre, creo, pero menos solitaria,menos lacerada, a lo mejor feliz.
En una entrevista a sus setenta años, Kristof, como en tantas otras oportunidades, volvió sobre el tema, con una reflexión que debería ser meditada por todos los que se asoman a la posibilidad del destierro:
A menudo pienso en eso. Creo que allí (en Hungría) habría sidomás feliz. La gente es más cordial. Tal vez habría escrito más. Aquí pasédoce años sin poder escribir. En francés no podía y el húngarose me iba perdiendo. Y la fábrica… Aunque peor que la fábricafue luego trabajar en la consulta de un dentista. En un sitiono se podía hablar, en el otro no paraba… Mi marido se empeñóen que nos fuéramos. Muchas veces he pensado que más habríavalido que él hubiera pasado dos años en la cárcel que yocinco en una fábrica. Suiza me parecía desierto. La pasé mal.
La fortuna literaria de Kristof comenzó en1986, cuando su primera novela, escrita en francés, después de ser rechazada por Gallimard, fuera publicada por Du Seuil. La aceptación fue unánime y las traducciones a los principales idiomas no se hizo esperar. El gran cuaderno fue como la tituló y es una trilogía que completan otros dos títulos: La prueba y La tercera mentira. La historia que se narra, en el medio de una guerra indeterminada, cualquiera y todas, la protagonizan unos gemelos que son llevados por la madre a vivir con la abuela, una de las tantas reminiscencias bernhardianas, una vieja bruja, “avara, sucia y desalmada”. La escritura, “limpia y seca”, como escribió Roseta Loy, desconcierta desde las primeras páginas:
Nuestra Abuela es la madre de nuestra Madre. Antes de llegar a vivircon ella no sabíamos que nuestra Madre también tuviera una madre.La llamamos Abuela.La gente la llama la Bruja.Ella nos llama hijos de puta.La Abuela es menuda y flaca. Lleva un pañuelo negro en la cabeza. Susvestidos son gris oscuro. Usa unas viejas botas militares. Cuando hacebuen tiempo camina descalza. Su rostro está cubierto de arrugas, manchas oscuras y verrugas de donde salen pelos. No tiene dientes, al menos nose le ven. ( Einaudi, pag.8)
Le sucederían otras novelas igualmente difundidas y traducidas. Una de ellas, Ayer, fue llevada al cine bajo la dirección de Silvio Soldini. Mientras sus obras de teatro se representaban en distintos festivales europeos.
Agata Kristof comenzó como poeta y terminó como poeta, a pesar de la conocida fortuna de narraciones y dramas. Nunca dejó de lamentar el extravío de sus poemas de juventud y dedicó, imagino que infructuosamente, parte de sus desvelos a reescribirlos. Al final de su existencia, cuando ya había dejado atrás el interés por la escritura, se ocupó de reunir todos sus poemas en un libro con un nada inesperado título: Clavos. Casi todos, menos ocho, escritos en húngaro (el resto de su producción narrativa y dramática, la redactó en en francés, la “lengua enemiga”) y cuya publicación, por razones no del todo conocidas, tuvo que esperar hasta 2016, cinco años después de su muerte. En su mayoría textos breves, son una muestra elocuente de la característica dicción de Krisrof: directa, parca, telegramática, post-becketiana, sin concesiones y pocos adjetivos. Sus asuntos son los de siempre: la soledad, el desaliento, la enfermedad, el abandono, la pérdida irremediable de la infancia, la familia paterna, el país y, sobre todo, la lengua, “il parlar materno”. Las líneas conmovedoras del malogrado poeta español parecen escritas para ella: “No perdono a la vida desatenta, / no perdono a la tierra ni a la nada”. Ese día del invierno del ’56, cuando abandonó para siempre la Hungría natal, la vida terminó para Agota. Lo que comenzó esa jornada, a sus veintiún años, era otra cosa; vida también, si se quiere, pero desdichada y desterrada, y ya se conocen las inevitables afinidades entre el exilio y la muerte. Sin embargo, esa escritura a la que quiso renunciar, y lo hizo, fue para ella, como en el caso de Thomas Bernhard, su venerado maestro, terapia y cura, alivio y salvavidas:
NO MORIR
No morirno todavíaes demasiado rápidoel cuchillo, demasiadorápido el venenoTodavía me amoamo mis manosque fuman que escribenque sostienen el cigarrillola plumael vaso.Amo mis manos que tiemblanque lo limpian todoque se mueven.La uñas siguen creciendomis manos me ponenlos anteojospara que siga escribiendo.
(Chiodi. Ed. Casagrande 2018. Trad. AO)
La experiencia del destierro, tan urgente entre nosotros, la vida incompleta de los refugiados, el desgarramiento de la separación y la ausencia, la amenaza inminente de nuevas deserciones, el silencio de las calles, el desteñido del cielo, el frío de la mesa, se reitera en toda la obra de Kristof. Sus poemas son cantos a un país perdido, cartas de amor desesperado a una borrada geografía. La nostalgia amorosa no es la menos terrible y Kristof, como todo desterrado, fue una de sus víctimas.
INCLUSO TÚ
La luz se apagónada tiene sentidosin forma las figuras se alarganhasta mi corazón que ahora pronuncia la palabraque entre golpes y miedosno podía pronunciar
En las inmóviles calles sin vidaun hombre caminaba bajo la lluviay lloraba, recuerdas.
Dónde has terminado amor míono me atrevo a mirarteasí de dura es la distanciaentre los dosy sin embargo te sigo buscandoNegra y amorfacamino por la ciudadde quienes son felices en pueblosmajestuosamente silenciososdonde nadie me conoceme detengo en umbrales extrañosy apoyo la frente en puertas cerradas
En las inmóviles calles sin vidaun hombre caminaba bajo la lluvia y lloraba
Recuerdas nuestras dudas
Las tardes blancas y silenciosasse alejaban volandoy me sentaba en los bancos de siempremirando el agua segurade que incluso tú te habías marchado.
(Ibid)
La lírica de Kristof, ajena al confesionalismo de la poesía norteamericana de su tiempo, y al hermetismo de sus contemporáneos europeos, incluyendo a sus reverenciados Beckett y Bernhard, en su kafkiana transparencia, mantiene una estimulante contemporaneidad. Su sintaxis sin exhibicionismos y su insistencia en la comunicación poética, es la de este siglo XXI. La manera más adecuada de expresar el dolor de la vida perdida y la inseguridad de una existencia adquirida, a desgano, más allá del país de la infancia.