5/25/2017

El Arte de la Rivalidad.

Amistad, traición y ruptura en el arte moderno

Sebastian Smee

(Traducción de Federico Corriente. Taurus. Madrid, 2017)

JOHN WILLIAMS |
Francis Bacon y Lucien Freud, una de las cuatro “amistades peligrosas” del libro
Un famoso retrato de Francis Bacon robado descaradamente de la pared de un museo; Manet apuñalando una imagen de su esposa pintada para él por Degas; Lucien Freud declinando una invitación de boda porque se encontraba “en la inusual circunstancia de haber tenido relaciones sexuales no solo con la novia, sino también con el novio y con la madre de este”.

Jugosos detalles como estos salpican el nuevo libro del crítico de arte y ganador del premio Pulitzer Sebastian Smee, nacido en Sidney. Sin embargo, en El arte de la rivalidad -un estudio sobre las tensiones creativas inseparables de cuatro amistades entre artistas-, el autor, en el fondo, persigue algo más sutil aunque no menos apasionante. En una cautivadora introducción, Smee dice de su proyecto: “La idea de rivalidad no es el estereotipo de los machos enemigos declarados, competidores acérrimos empecinados en su rencor, que luchan sin cuartel por la supremacía artística y mundana. Antes bien, es un libro sobre la disposición a ceder, la intimidad y la actitud abierta a la influencia. Un libro sobre la receptividad”.

El vocabulario y el espíritu de estas dos últimas frases me recordaron los escritos de Adam Phillips, así que no me sorprendió descubrir que, más adelante, el autor citaba El regalo de Judas, un ensayo de Phillips que le había “inspirado y estimulado”. En él, Phillips decía: “En algún lugar de nosotros mismos, relacionamos ser amados con ser traicionados, y ser traicionados con crecer”.

Según Smee, los temperamentos divergentes de estos artistas se entrecruzaron en ciertos momentos clave, dando como resultado avances estilísticos a través de cierta combinación -aunque fuese inconsciente- de irritación, celos y autoanálisis. Al complejo análisis de Smee no le hace ningún favor su búsqueda de un denominador común a los cuatros casos. Aun así, sigue siendo sorprendente que, en todos, uno de los artistas envidiase la audacia y la impulsividad casi animal del otro, su rapidez para actuar.

Lucien Freud “trabajaba afanosamente” en su cuadros durante semanas y meses con “minuciosidad paciente y concentrada”, mientras que su amigo Bacon lo hacía “sumido en la agonía del cambio y la emoción intensa, de la furia, la frustración y la desesperación”. (“Su obra me impresionaba”, decía Freud de Bacon, “pero su personalidad me afectaba”). En una ocasión, Degas dijo de Manet: “Todo lo que hace le sale bien a la primera, mientras que a mí me cuesta un trabajo infinito y nunca consigo que quede bien”. Matisse se pasaba la vida “protegiéndose del caos”, dice Smee. Picasso, al contrario, “se encontraba a gusto en la colisión y el conflicto”. De Kooning tenía tendencia a hacer “infinitas revisiones y correcciones”. Pollock podía destrozar una ventana o la cara de alguien en cualquier momento.

En estas relaciones, las tensiones eran implícitas pero ostensibles. A pesar de sus evidentes impulsos competitivos, De Kooning Pollock disfrutaban de “una ruda camaradería y de una sincera admiración mutua”. Aparentemente, a todo el mundo le gustaba mucho Manet, incluido a Degas, pero Smee sostiene la tesis de que tal vez Degas captase con excesiva precisión el tedio del matrimonio de Manet, lo que provocó que este último arremetiese contra el lienzo.

El capítulo dedicado a Matisse y Picasso ofrece toda la adrenalina que uno espera de las rivalidades. El resto de este absorbente trabajo se lee como una obra de historia del arte con mayúsculas. El autor califica el periodo de intensa influencia entre Matisse y Picasso de “drama sin igual en la historia del arte moderno”, aunque “, durante un tiempo sorprendentemente largo, Matisse no acabó de darse cuenta de que había participado en esa lucha”.

Asistimos a un auténtico combate, con Picasso, que entonces estaba a mediados de la veintena y era 12 años más joven que Matisse, empujándose a sí mismo, y, más tarde, a Matisse, a dar los saltos de crecimiento que los convertirían en gigantes. Picasso dejó a medias el cuadro El abrevadero cuando vio La alegría de vivir de Matisse, más atrevido que el suyo. Desnudo azul (Recuerdo de Biskra), de Matisse, “obligó a Picasso a repensar radicalmente lo que estaba haciendo” mientras trabajaba en el que llegaría a ser su revolucionario Las señoritas de Aviñón. Cuando lo acabó, Matisse supo que Picasso era “un innovador electrizante”, alguien “de quien aprender”.

El talento de Smee como crítico salta a la vista. Al tratar del arte en sí mismo, el autor es gráfico y convincente, como cuando describe “la concentración maliciosa” de Freud “en la piel húmeda y con manchas y en la carne fláccida” en cuadros “crudos y rubefactos”. Asimismo, es lo bastante erudito para añadir, por ejemplo, una nota sobre cómo la situación social en Francia contribuyó a la aparición de la novela policíaca. El arte de la rivalidad hunde sus raíces en una teoría celosamente observada, pero deambula de una manera orientada al lector no especialista, en parte colección de biografías breves, en parte historia del arte en sentido más amplio. Su lectura puede tener como consecuencia un carrito a rebosar la próxima vez que usted vaya a la librería. Los cuatro capítulos están repletos de contenido, pero sus protagonistas desbordan con mucho el incisivo retrato que el autor hace de ellos.

Además de despertar el deseo de leer las biografías completas de sus ocho personajes principales, El arte de la rivalidad suscita una curiosidad todavía más profunda por una serie de personajes secundarios, entre ellos Baudelaire, Gertrude Stein, Peggy Guggenheim y Lee Krasner.

Uno cierra el libro satisfecho y, al mismo tiempo, hambriento de saber más sobre el arte, sus creadores y mecenas, y de las relaciones que fecundaron el terreno para los momentos pasados ante el lienzo.


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