5/25/2017

El simbolismo en la pintura, Según William Butler.

William Butler Yeats: El Agobio Vacío.


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William Butler Yeats: El simbolismo en la pintura

En Inglaterra, que ha creado un Arte Simbólico grande, la mayoría de la gente le disgusta un arte si se les dice que es simbólico, porque confunden el símbolo y la alegoría. Incluso el diccionario de Johnson no ve mayor diferencia, porque define el símbolo como: lo que comprende en su figura una representación de algo diferente; y a la alegoría como un lenguaje figurativo con el que se trata de decir algo diferente a lo que expresan las palabras tomadas en un sentido literal. Sólo un diccionario muy moderno llama símbolo al signo o representación de cualquier cosa moral mediante imágenes o propiedades de las cosas naturales, definición que, aunque imperfecta, ¡no difiere de la expuesta en la tablilla de esmeralda de Hermes! (1): ¡Las cosas de abajo son como las de arriba! The Faerie Queene The Pilgrim’s Progress han sido obras tan importantes en Inglaterra que durante algún tiempo la alegoría ha descollado sobre el simbolismo, y lo ha arrollado en su propia caída. William Blake fue quizás el primer escritor moderno que insistió en la diferencia; y días atrás, en París, mientras estaba sentado para que hiciera mi retrato un pintor simbolista alemán, cuya conversación sólo giraba en torno al amor que sentía por el simbolismo y su odio por la alegoría, me di cuenta que sus definiciones eran iguales a las de Blake, del que lo ignoraba todo. William Blake escribió: La visión o la imaginación –queriendo expresar con estas palabras, simbolismo- es una representación de lo que verdaderamente existe, de forma real o inalterable. La Fábula o La Alegoría la crean las hijas de la Memoria. El alemán insistía con ademanes decididos que el simbolismo decía cosas que no podrían decirse de manera tan perfecta de ninguna otra forma y que sólo requerían un instinto para su comprensión; mientras que la alegoría decían cosas que podían decirse igual o mejor de otra manera, y necesitaban de un conocimiento adecuado para su comprensión. Uno le daba voz a las cosas mudas y cuerpo a las cosas sin forma; mientras que la otra daba un significado –al que nunca le había faltado voz o cuerpo- a algo visto u oído, apreciado menos por su significado que por sí mismo. Los únicos símbolos que le importaban eran los de las formas y movimientos del cuerpo; unas orejas ocultas bajo el cabello, para hacer que uno piense en una mente preocupada por voces interiores; y una cabeza tan inclinada que la espalda y el cuello forman una sola curva, como en la Vision of Blood-Thirstines, de Blake, para evocar una emoción de fuerza física; y jamás pondría un lirio, una rosa o una amapola en un cuadro para expresar pureza, amor o sueño, porque pensaba que estos emblemas eran alegóricos y que tomaban su significado de la tradición y no por derecho natural. Yo le contesté que la rosa, el lirio y la amapola también estaban ligados, por su color, olor y uso, el amor, la pureza y el sueño, y a otros símbolos de estos tres temas, y que durante tanto tiempo han formado parte de la imaginación del mundo, que un simbolista podía utilizarlos para facilitar la comprensión de su idea, sin transformarse en un alegorista. Creo que cité el lirio que sostenía la mano del ángel en la Anunciación de Rosseti, y el lirio que está en la jarra de su cuadro Girlhood of Mary, Virgin, pensando en que hacían que los símbolos más importantes, los cuerpos de las mujeres y de los ángeles y la luz clara de la mañana, ocupasen su puesto en la gran procesión de los símbolos cristianos, único lugar en el que pueden tener todo su significado y toda su belleza. 

Es difícil decir dónde se funden una con otra la alegoría y el simbolismo, pero no es difícil decir dónde alcanzan su perfección; y aunque se dude sobre el cuál es más importante en los cuernos del Moisés de Miguel Ángel, es indudable que el simbolismo ha ayudado a despertar la imaginación moderna; mientras que el nacimiento de la vía láctea de Tintoretto, que es la alegoría sin nada de simbolismo, es, parte de una admirable realización, sólo un momento de diversión para nuestra fantasía. Cientos de generaciones podrían escribir sobre su significado y darían significados diferentes, porque ningún símbolo expresa todo su sentido a ninguna generación; pero cuando se ha dicho, esa mujer es Juno y la leche que sale de su pecho está creando la Vía Láctea, se ha revelado el significado de la otra obra, y la admirable pintura, aunque ha añadido belleza superflua, no lo ha dicho mejor. 

Todo arte que no es el mero relato de una historia, o un simple retrato, es simbólico y tiene la misma intención de aquellos talismanes simbólicos que hacían los magos medievales con colores y formas complejas, ordenando a sus pacientes que meditaran cada día sobre ellos, teniéndoles delante y luego guardándolos con su sagrado secreto; porque lleva consigo en colores y formas complejas, una parte de la Esencia Divina. Una persona o un paisaje que forma parte de una historia o de un retrato, evoca tanta emoción como lo permitan la historia o el retrato sin aflojar los lazos que lo hacen ser una historia o un retrato; pero si se libera a la persona o al paisaje de los lazos de las motivaciones y de sus acciones, causas y efectos, y de todos los lazos salvo los del amor, cambiará bajo nuestra mirada y se convertirá en símbolo de una infinita emoción, una emoción perfeccionada, una parte de la Esencia Divina; porque nosotros sólo amamos lo perfecto y nuestros sueños hacen perfectas a todas las cosas para poder amarlas. Las personas religiosas y visionarias, los monjes y las monjas, y los exorcistas y los que mastican opio, ven símbolos en sus trances; porque el pensamiento religioso y visionario es un pensamiento sobre la perfección y el camino hacia la perfección, y los símbolos son las únicas cosas lo suficientemente libres de todo lazo para hablar de perfección. 

Los dramas de Wagner, las odas de Keats, los cuadros y poemas de Blake, los cuadros de Calvert, los de Rossetti, las obras de teatro de Villiars de l’Isle-Adam y el arte en blanco y negro de Beardsley y Ricketts, y las litografías de Shannon, y los cuadros de Whilster y las obras de teatro de Maeterlinck, y la poesía de Verlaine, en nuestros días, solo difieren del arte religioso de Giotto y sus discípulos en que han aceptado todos los simbolismos, el simbolismo de los antiguos postores y los astrólogos, ese simbolismo de la belleza física que a Fra Angélico le parecía pecaminoso, el simbolismo del día y de la noche, del invierno y del verano, de la primavera y el otoño, que alguna vez representó una gran parte de una religión más antigua que el cristianismo; y en haber aceptado todo el Intelecto Divino, su cólera y su piedad, su vigilia y su sueño, su amor y su lujuria, como sustancia de su arte. Un Keats o un Calvert es tan simbolista como un Blake o un Wagner; pero es un simbolista fragmentario, porque mientras evoca en sus personajes y en sus paisajes una infinita emoción, una emoción perfeccionada, una parte de la Divina Esencia, no coloca sus símbolos en la gran procesión como hubiera hecho Blake, en un cierto orden, adecuado para su energía imaginaria. Si se pinta una mujer hermosa y se llena su rostro como tantas veces hizo Rossetti, con un amor infinito, con un amor perfeccionado, nuestros ojos no encuentran un ser mortal cuando ven la luz de sus ojos serenos, como dijo Miguel Ángel de Vittoria Colonna; nuestros pensamientos se desvían hacia las cosas mortales y nos preguntamos quizá, ¿se ha marchado su amante o está por llegar?, o ¿que desgracia predestinada ha ensombrecido sus ojos? Si se pinta el mismo rostro y colocamos una rosa etérea o una rosa de oro cerca de ella, pensamos en sus hermanas inmortales, Piedad y Celos, y en su madre, la Belleza Ancestral, y en sus nobles parientes, las Órdenes Sagradas, cuyas espadas tocan una música constante delante de su rostro. El místico sistemático no es el mejor de los artistas, pues su imaginación es demasiado grande para limitarla a un cuadro o a una canción, y porque sólo la imperfección en el espejo de la perfección, o la perfección en el espejo de la imperfección, deleita nuestra flaqueza. Por cierto, existe un místico sistemático en cada pintor o poeta, como Rossetti, que se recrea en el simbolismo tradicional, o como Wagner, que se complace en un simbolismo personal; y estos hombres a menudo caen en trance o sueñan despiertos. Su pensamiento vaga de la mujer, que es el Amor mismo, a sus hermanas y antepasados y hacia todo el gran cortejo, y una belleza tan augusta se mueve ante su mente, que olvidan las cosas que se mueven delante de sus ojos. William Blake, que fue el que anunció el nuevo amanecer, ha escrito: Si el espectador pudiera entrar en una de esas imágenes de su imaginación, acercándose a ellas en el carro fogoso de su pensamiento contemplativo, si... pudiera convertirse en amigo y compañero de una de esas imágenes de la fantasía, que siempre lo indujeron a que dejara las cosas mortales (como debemos saber), entonces podría levantarse de la tumba, encontrar al Señor en el aire y sería feliz. Y luego dice: El mundo de la imaginación es el mundo de la eternidad. Es el seno divino al que todos iremos después de la muerte del cuerpo vegetativo. El mundo de la imaginación es infinito y eterno, mientras que el mundo de la generación o de la vegetación es finito y temporal. Existen en ese mundo eterno las realidades eternas de todas las cosas que vemos reflejadas en el cristal vegetal de la Naturaleza. 

Todo visionario sabe que el ojo de la mente pronto llega a ver un mundo caprichoso y variable, que la voluntad no puede modelar o cambiar, aunque sí evocarlo y ahuyentarlo otra vez. Hace un momento cerré los ojos y un grupo de personas con ropas azules pasó rápidamente a mi lado, en medio de una luz enceguecedora, y desapareció antes de que yo alcanzara a ver algo más que pequeñas rosas bordadas en los bordes de su vestidos; confusamente distinguí ramas de manzano en flor en algún lugar más allá de ellos, y reconocí a uno del grupo por su negra barba cuadrada y rizada (2). A menudo lo he visto; y una noche, hace un año, le hice unas preguntas, que me contestó enseñándome unas flores y unas piedras preciosas, cuyo significado yo ignoraba; parecía un alma demasiado perfeccionada para cualquier conocimiento que no pudiera expresarse en símbolo o en metáfora. 
¿Era él y sus compañeros vestidos de azul, y los que se le parecen? Las realidades eternas de las que somos el reflejo en el cristal vegetal de la Naturaleza, o un sueño momentáneo? Responder a esta pregunta implica tomar partido en la única controversia en la que vale tanto la pena hacerlo, y en la única tal vez que quizá no se decida nunca. 

1898 


(1) Hermes: mit. griega, mensajero de los dioses, hijo de Zeus y Maïa, según Hesíodo. Los neoplatónicos hicieron de él, bajo el nombre de Hermes trimegisto, el dios de las revelaciones. Asimismo al Dios egipcio Tot, y al Mercurio de los romanos, creó y organizó el universo, fue el inventor de la escritura, las artes y las ciencias. (N. del T.) 

(2) No he querido significar que esta visión, en especial, tuviera la intensidad de un sueño o la d esos cuadros que desfilan ante nosotros cuando estamos entre el sueño y la vigilia. Había aprendido, lo mismo que mis compañeros de estudio, a dejar libre la imaginación o voluntad, para que pueda seguir su propia ley e impulso, tal como se describe en The Trembling of the Veil, 1924.


(William Butler Yeats: Ideas sobre el bien y el mal, Madrid, 1975)


El Arte de la Rivalidad.

Amistad, traición y ruptura en el arte moderno

Sebastian Smee

(Traducción de Federico Corriente. Taurus. Madrid, 2017)

JOHN WILLIAMS |
Francis Bacon y Lucien Freud, una de las cuatro “amistades peligrosas” del libro
Un famoso retrato de Francis Bacon robado descaradamente de la pared de un museo; Manet apuñalando una imagen de su esposa pintada para él por Degas; Lucien Freud declinando una invitación de boda porque se encontraba “en la inusual circunstancia de haber tenido relaciones sexuales no solo con la novia, sino también con el novio y con la madre de este”.

Jugosos detalles como estos salpican el nuevo libro del crítico de arte y ganador del premio Pulitzer Sebastian Smee, nacido en Sidney. Sin embargo, en El arte de la rivalidad -un estudio sobre las tensiones creativas inseparables de cuatro amistades entre artistas-, el autor, en el fondo, persigue algo más sutil aunque no menos apasionante. En una cautivadora introducción, Smee dice de su proyecto: “La idea de rivalidad no es el estereotipo de los machos enemigos declarados, competidores acérrimos empecinados en su rencor, que luchan sin cuartel por la supremacía artística y mundana. Antes bien, es un libro sobre la disposición a ceder, la intimidad y la actitud abierta a la influencia. Un libro sobre la receptividad”.

El vocabulario y el espíritu de estas dos últimas frases me recordaron los escritos de Adam Phillips, así que no me sorprendió descubrir que, más adelante, el autor citaba El regalo de Judas, un ensayo de Phillips que le había “inspirado y estimulado”. En él, Phillips decía: “En algún lugar de nosotros mismos, relacionamos ser amados con ser traicionados, y ser traicionados con crecer”.

Según Smee, los temperamentos divergentes de estos artistas se entrecruzaron en ciertos momentos clave, dando como resultado avances estilísticos a través de cierta combinación -aunque fuese inconsciente- de irritación, celos y autoanálisis. Al complejo análisis de Smee no le hace ningún favor su búsqueda de un denominador común a los cuatros casos. Aun así, sigue siendo sorprendente que, en todos, uno de los artistas envidiase la audacia y la impulsividad casi animal del otro, su rapidez para actuar.

Lucien Freud “trabajaba afanosamente” en su cuadros durante semanas y meses con “minuciosidad paciente y concentrada”, mientras que su amigo Bacon lo hacía “sumido en la agonía del cambio y la emoción intensa, de la furia, la frustración y la desesperación”. (“Su obra me impresionaba”, decía Freud de Bacon, “pero su personalidad me afectaba”). En una ocasión, Degas dijo de Manet: “Todo lo que hace le sale bien a la primera, mientras que a mí me cuesta un trabajo infinito y nunca consigo que quede bien”. Matisse se pasaba la vida “protegiéndose del caos”, dice Smee. Picasso, al contrario, “se encontraba a gusto en la colisión y el conflicto”. De Kooning tenía tendencia a hacer “infinitas revisiones y correcciones”. Pollock podía destrozar una ventana o la cara de alguien en cualquier momento.

En estas relaciones, las tensiones eran implícitas pero ostensibles. A pesar de sus evidentes impulsos competitivos, De Kooning Pollock disfrutaban de “una ruda camaradería y de una sincera admiración mutua”. Aparentemente, a todo el mundo le gustaba mucho Manet, incluido a Degas, pero Smee sostiene la tesis de que tal vez Degas captase con excesiva precisión el tedio del matrimonio de Manet, lo que provocó que este último arremetiese contra el lienzo.

El capítulo dedicado a Matisse y Picasso ofrece toda la adrenalina que uno espera de las rivalidades. El resto de este absorbente trabajo se lee como una obra de historia del arte con mayúsculas. El autor califica el periodo de intensa influencia entre Matisse y Picasso de “drama sin igual en la historia del arte moderno”, aunque “, durante un tiempo sorprendentemente largo, Matisse no acabó de darse cuenta de que había participado en esa lucha”.

Asistimos a un auténtico combate, con Picasso, que entonces estaba a mediados de la veintena y era 12 años más joven que Matisse, empujándose a sí mismo, y, más tarde, a Matisse, a dar los saltos de crecimiento que los convertirían en gigantes. Picasso dejó a medias el cuadro El abrevadero cuando vio La alegría de vivir de Matisse, más atrevido que el suyo. Desnudo azul (Recuerdo de Biskra), de Matisse, “obligó a Picasso a repensar radicalmente lo que estaba haciendo” mientras trabajaba en el que llegaría a ser su revolucionario Las señoritas de Aviñón. Cuando lo acabó, Matisse supo que Picasso era “un innovador electrizante”, alguien “de quien aprender”.

El talento de Smee como crítico salta a la vista. Al tratar del arte en sí mismo, el autor es gráfico y convincente, como cuando describe “la concentración maliciosa” de Freud “en la piel húmeda y con manchas y en la carne fláccida” en cuadros “crudos y rubefactos”. Asimismo, es lo bastante erudito para añadir, por ejemplo, una nota sobre cómo la situación social en Francia contribuyó a la aparición de la novela policíaca. El arte de la rivalidad hunde sus raíces en una teoría celosamente observada, pero deambula de una manera orientada al lector no especialista, en parte colección de biografías breves, en parte historia del arte en sentido más amplio. Su lectura puede tener como consecuencia un carrito a rebosar la próxima vez que usted vaya a la librería. Los cuatro capítulos están repletos de contenido, pero sus protagonistas desbordan con mucho el incisivo retrato que el autor hace de ellos.

Además de despertar el deseo de leer las biografías completas de sus ocho personajes principales, El arte de la rivalidad suscita una curiosidad todavía más profunda por una serie de personajes secundarios, entre ellos Baudelaire, Gertrude Stein, Peggy Guggenheim y Lee Krasner.

Uno cierra el libro satisfecho y, al mismo tiempo, hambriento de saber más sobre el arte, sus creadores y mecenas, y de las relaciones que fecundaron el terreno para los momentos pasados ante el lienzo.